«Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura».
Edgar Allan Poe.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Final sin despedida

Allí estaban frente a frente, mirándose a los ojos mientras se sujetaban sus almas entre las manos. No sabían cómo habían llegado hasta allí, tan solo eran conscientes de que, en ese momento, nadie más existía en aquel desdichado mundo. Sin apenas darse cuenta, ella parpadeaba, mantenía los ojos bien cerrados durante apenas un instante y volvía a abrirlos para comprobar que no se trataba de un sueño. Él se limitaba a contemplarla con suavidad y ternura, pues sabía que en cualquier momento, sin avisar, ella podría romperse en mil pedazos. Olía a tristeza. Sí, era el preludio de que algo se acababa, de que algo se iba y no iba volver. Parecía que aquel olor les obligaba a acabar algo que ni siquiera había empezado. Ambos ya sabían cuál sería el resultado, el desenlace, aunque ninguno de los dos quería afrontarlo. Entonces, él le apretó sus manos buscando algo que le devolviese la fe, la cordura, la vida. Entonces, ella levantó la mirada, buscó directamente sus ojos y, sin más, rompió a llover.

Y en ese momento acabó todo, en mitad de una lluvia que lloraba por los dos mientras se miraban, quién sabe si por última vez. Él pronunció un inseguro adiós. Ella no dijo nada, tan solo se quedó inmóvil, observando cómo se marchaba mientras se prometía a sí misma que jamás olvidaría la calidez que le proporcionaban aquellas manos frías.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

¿Cómo escribir a la sombra de Borges?

Hace poco me topé con un artículo de un periódico en el que se hablaba de cómo escribir a la sombra de Borges y Cortázar. Se centraba en la generación actual de escritores argentinos que ven cómo sus escritos difícilmente pueden llegar a la altura de estos dos grandes de la literatura. Pero, probablemente, ellos también pensaron eso hace tan solo unos años atrás.

Imaginaros por un momento qué se le podría estar pasando por la cabeza a nuestro querido Julio a la hora de escribir Rayuela. Probablemente él quería romper moldes, hacer algo que nunca antes se hubiere hecho. Y, sinceramente, lo consiguió. De hecho, me gustaría acusarlos de esnobs tanto a Cortázar como a Borges. En realidad, todos hemos sido esnobs alguna vez, incluso lo seguimos siendo a día de hoy. Aún recuerdo esa frase de Jorge Luis Borges hablando de la obra de Juan Rulfo que decía que Pedro Páramo es una de las mejores novelas de la literatura hispanoamericana e incluso de toda la historia de la literatura. Y no le faltaba razón porque ¿qué sería de nosotros sin Pedro Páramo, esa ciudad de Comala y todos sus extraños habitantes? Perdón, creo me estoy yendo por las ramas, ya habrá tiempo para hablar de esta novela. Retomando el tema del esnobismo, imagino a cada generación de escritores, una detrás de otra, preguntándose cómo llegar a la altura de los grandes clásicos. La Generación del 27 obsesionada con Luis de Góngora. La del 98 con Jorge Manrique, Cervantes, Quevedo. Y así hasta llegar a la época griega. Y la pregunta que ahora me asalta es, ¿y los griegos no fueron esnobs? Apuesto a que sí. Quizá Homero fuera el único que nunca fue un esnob. Bueno, él y Salinger. No soporto a ese genio engreído y antisocial.

Huelga decir que yo mismo soy el primero que quiere ser como uno de estos grandes escritores. Llevo diciendo año tras año que veo imposible que yo llegase a ser un escritor de renombre. No ya por la dificultad y dedicación que ello requiere, que también, sino por mi apellido Borge. Gracias a este apellido, a menudo me encuentro con la siguiente curiosa conversación:

—¿Su nombre?
—Jesús Borge.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Jesús Borge, como el escritor pero sin S.
—¡Ay, sí! Perdone.

Por esta razón, aparezco por estos lares con el seudónimo de "El Extranjero de sí mismo" —en total referencia a Albert Camus que algún día hablaré de él largo y tendido— o como Jesús Passeri en algunas redes sociales. Y todo con tal de quitarme de encima ese peso que constituye un apellido tan similar al de Borges. Me imagino el día de mañana a algún lector husmeando en las estanterías de una librería, encontrándose con algún libro mío —ojalá— y diciendo algo como: "Mira, este libro de Borges no lo conocía. ¡Ups, pero si es solo un escritor nuevo!". Mire, señor lector, ¿qué le hago yo si la literatura de Borges fue tan perfecta que nadie puede ni tan siquiera acercarse a él? Pero, bueno, al menos en este supuesto parece que he conseguido publicar un libro, que no es poco.

Y para acabar, querido lector, si ha entrado aquí para encontrar respuesta a la pregunta que titula a este escrito, le diré una cosa: amigo, hay que dejar de ser tan esnob.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Cierra fuerte los ojos

Cierra fuerte los ojos. Por favor, ciérralos bien fuerte.

No puedo mirarte sin evitar que mis lágrimas broten y me ahoguen en este desconsuelo. Me tumbo a tu lado, llorando en silencio para no interrumpir tu ligero letargo, escuchando a unos pulmones cada vez más demacrados por la metástasis. Lloro, aquí a tu lado, para ser yo el que sufra. Pensando que así, por algún casual, sufriré yo y no tú, o por lo menos compartiremos este dolor. Pensando que así te podré aliviar este sufrimiento injusto. Sin entender que jamás se podrá compartir el sufrimiento; ni consolar al desconsolado.

Y en el que pensaba que era el éxtasis del sufrimiento, sentí cómo te marchabas. Cómo te escapabas de mis brazos por última vez para salir corriendo, quizá, a algún lugar donde no exista el dolor. Fue entonces cuando comprendí la volatilidad de la vida, cómo la realidad se convierte en pesadilla y cómo el desconsuelo más profundo flota en gritos ahogados de dolor.

Es ahora cuando me toca a mí cerrar fuerte los ojos. Por favor, Jesús, ciérralos bien fuerte. Solo así, quizá, consigas retener estas lágrimas que derraman tus ojos desconsolados.

viernes, 3 de octubre de 2014

Avenida de la Constitución

Paseaba yo por la Avenida de la Constitución y me paré a observar la cantidad de extranjeros que había. El inglés, el alemán, el ruso, el francés, el irlandés, el japonés; estaban todos. Parecía el típico chiste antiguo que tira de tópico. Todos con sus cámaras de fotos fotografiando cualquier cosa que les llamara la atención: la Giralda, la Catedral, la facultad de filología, Puerta de Jerez, el tranvía, el Starbucks, el Starbucks con el tranvía de fondo, el Ayuntamiento, una pobre sudamericana que te saluda con la mayor de las sonrisas con un feliz "buenos días" ofreciéndote un paquete de pañuelos como único medio para seguir adelante en el día a día, el Banco de España con sus respectivos árboles mastodónticos perfectamente cuadriculados, un coche de caballos con algún que otro guiri subido a él pensando: "¡qué bien sientan las costumbres sevillanas!" cuando probablemente ninguno de los que paseamos por la Avenida de la Constitución hayamos montado alguna vez en nuestras miserables vidas en un coche de caballos. Pero lo que más vi que fotografiaron (como si tuviese alguna naturaleza turística) fue a aquel artista callejero que se pasa veintitrés de las veinticuatro horas del día subido a un pedestal, empolvado completamente de un gris metalizado esperando a que algún niño de inocente sonrisa o bien su madre o quizá algún que otro curioso se acerque a echarle una moneda a su sombrero para empezar su espectáculo moviéndose al son de un sonido robotizado que solo él sabe cómo producir. Lo curioso es que no lo estaban fotografiando en mitad de su espectáculo, lo curioso es que todos, tanto el inglés, el alemán, el ruso, el francés, el irlandés como el japonés, se pararon a sacar su instantánea para el recuerdo mientras este pobre artista callejero, ataviado con todos sus harapos y perfectamente maquillado, se tomaba un café como descanso en la cafetería de al lado con la triste y ridícula moneda que el niño de sonrisa inocente le soltó hacía tan solo un momento.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Космонавтов

Poco a poco, la película va adquiriendo un tono amarillento color pasado. Mientras tanto, tu voz comienza a calarme hasta los huesos y mi pulso se acelera vertiginosamente.

Dicen que eres capaz de saltar en el tiempo con tan solo pronunciar una palabra. Que entre tus dedos se origina el polvo de estrellas que tantos accidentes aéreos provoca. Que tu hobbie favorito es el funambulismo extremo entre emociones. Y yo, como cinéfilo de segunda e intento frustrado de cosmonauta, caigo y recaigo en tu vieja película de VHS mientras me ahogo en el polvo de estrellas que generan tus caricias.

¿Cuándo me hiciste saltar al pasado? ¿Cuál fue la palabra que pronunciaste? Apenas pude reaccionar y ya me habías besado. Todo el cosmos recayó sobre mí, todo tu cosmos me abrumó y el pobre e indefenso cosmonauta se sintió como un diminuto insecto ante aquel desmesurado universo.

Cuando todo aquello cesó, bajé el telón y me escondí en los pocos retazos que quedaron de mí. Trataba de recordar aquella perversa palabra, pero era en vano. Tú no parabas de susurrarme al oído que me querías tal y como era antes, que darías lo que fuera por volver a estar juntos, que querías de vuelta a tu cosmonauta.

Fue entonces cuando abrí los ojos y nos envolvimos en un viaje sideral para volver a estrellarnos conquistar las estrellas.

martes, 23 de septiembre de 2014

Sara se muere

Mi perra se muere. Aquella sombra disfrazada de ratón que nunca paró de ladrar se apaga entre tumores, cataratas y un ladrido cada vez más desesperanzado. Aún se me saltan las lágrimas cuando me mira directamente a los ojos, o al menos ella cree que lo hace, y en realidad solo trata de fijar su mirada en algún punto de mí para consolarme y decirme: tranquilo, no llores, sigo aquí.

Aunque me resulte casi imposible, intento actuar con normalidad, trato de creerme que estoy bien para que no note que algo pasa y le echo la regañina oportuna cuando se dirige al cubo de basura: Sara, con la cantidad de años que tienes y todavía sigues haciendo estas cosas, ¿no te da vergüenza?

Todavía juego con ella a pesar de que hace tiempo que dejó de perseguir muñecos para rastrear etéreas siluetas. Sigo tirándome al suelo para que ella venga corriendo hacia mí, aunque ahora lo haga con miedo por si encuentra algún obstáculo en el camino, e intente alcanzar mis orejas. Y aún hago amagos de ir a darle largos paseos hasta que no quedase rincón que recorrer y olisquear.

Lo cierto es que no dejo de recordar algo que dijo alguien alguna vez. Algo parecido a: los animales son inmortales por el simple hecho de no obtener la individualidad que te otorga un nombre. Y es cierto, no le falta razón. Las gacelas, por muchos leones que existan, seguirán ahí (hasta que el hombre quiera), inmortales como especie. Pero eso, ahora, ¿qué puto sentido tiene? ¿Qué puto sentido tiene esto ahora que comprendo que el tiempo va llegando a su fin? ¿Qué puto sentido tiene que tenga que aceptar esto? ¿Desde cuándo he aceptado yo algo? ¿Por qué todo est...




Da igual el tipo de cáncer o enfermedad que adquieras en el camino, todos nacemos con la misma enfermedad insufrible, incurable y terminal: LA VIDA.







"Don't worry about life, you're not going to survive it anyway". Triste que éste sea mi único consuelo.

martes, 22 de julio de 2014

Hechizadas

El cielo rugía en una tormentosa mañana de invierno, el Sol se escondía entre oscuras nubes que auguraban un negro porvenir. Olía a humedad, el frío calaba mis huesos y helaba mi mirada que desde hacía rato contemplaba el horizonte entre aquellas verjas que nos encerraban en aquel horrible instituto. Creo que anhelaba algo, quizás a ti.

La lluvia volvió a hacer acto de presencia e interrumpió mi intento de repasar antes del examen de literatura. Debía volver hacia dentro antes de que las letras del libro se difuminaran y formasen un ininteligible texto aún más confuso que aquellos párrafos llenos de autores, obras y fechas. Los niños de primer curso corrían despavoridos pisando lo más fuerte que sus pequeños pies les permitían para salpicar al compañero que corría tras ellos. Yo caminaba despacio, pues la lluvia nunca me desagradó. Caminaba despacio hasta que una enorme fuerza hizo que me precipitara contra el suelo manchando de barro mis ropas y mi libro. Me giré rápidamente para observar el rostro de aquella persona descuidada y, creo que por un segundo, me pareció que el cielo se abría entre todas aquellas nubes negras. Era ella, María, con su habitual rostro angelical sacado de algún cuento de hadas escrito siglos atrás. Por un momento traté de imaginar qué clase de autor podría describir tan bello rostro y poder plasmarlo para la posterioridad.

Nariz fina perfectamente tallada en mármol. Penetrantes ojos turquesa que dejaban sin habla a cualquiera que se atreviera a mirarlos. Pelo corto, rubio y escrupulosamente liso que caía terso a la altura de su mentón. Labios carnosos que, gracias a su facundia y su deje, embelesaban a cualquier insensato que cruzase alguna palabra con ella. Pecho prominente, no demasiado y una figura cuidada al detalle. Lo más gracioso de ella, para mi peculiar gusto, eran aquellas pequeñas orejas que apenas sobresalían a la superficie de su cabellera. Sin duda, era la chica más hermosa de todo el lugar. Y, sin duda, había salido con los chicos más atractivos del lugar.

De vuelta a la realidad, me encontraba allí, en el barro, con la chica más guapa que jamás había visto. Ella me miró, yo me sonrojé y, violentamente, salió corriendo sin decir ni una sola palabra. Todos los presentes nos quedamos atónitos ante su reacción. Esperábamos al menos un simple «disculpa», pero de su boca no salió absolutamente nada. Yo me levanté, me quité el abrigo manchado y me dirigí hacia mi clase que el examen comenzaba sin mí.

Primera pregunta: Describa las característica del estilo de Rafael Alberti.

—¡Mierda! —dije para mis adentros. La Generación del 27 era lo que peor me sabía, era uno de aquellos temas que me repasaría en el descanso y que no me pude estudiar a causa de la lluvia.

Una tras otra, fui intentando responder todas y cada una de las preguntas de aquel examen que suspendí. Suspenso bien merecido porque no pude quitarme de la cabeza aquel rostro sencillo y, a la vez, hermoso de aquella chica. Diría, si no me conociera, que me había hechizado, pero mis miedos inalienables jamás huirían de mí. Era algo que me corroía por dentro e intentaba convivir con ello.

Sin pena ni gloria pasaron las dos últimas horas de clase antes de irnos a casa. La agradable sirena que cada día provocaba una estruendosa algazara, hoy, sonaba un tanto avergonzada, pues María me esperaba angustiada. No sabía que estaba a mi espera y traté de ignorarla, pero ella me agarró firmemente del brazo y me dijo:

—Disculpa por lo de antes, iba sin mirar tratando de refugiarme de la lluvia y no me...
—Tranquila —dije interrumpiéndola mientras levantaba mi cabeza de sus pies, todavía llenos de fango, para enfrentarme a su mirada algo alicaída—, fue mi culpa que iba caminando demasiado despacio mientras todos corrían.
—No, fue mi culpa, de verdad que lo siento —dijo aún más preocupada—. He visto que tu libro se ha llevado la peor parte, ¿hay algo que pueda hacer para compensarlo?

Miré ligeramente hacia un lado pensando, vi a mis miedos alejarse con la muchedumbre rumbo a casa, sonreí tenuemente y dije:

—Claro, ven conmigo a cenar esta noche.
Ella, atónita contestó:
—¿Hoy? Mañana tengo un examen, tengo que estudiar...

No sé qué fue exactamente, si mi enigmática personalidad o que ella nunca había tenido una cita con una chica, pero acabó aceptando.