«Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura».
Edgar Allan Poe.

viernes, 3 de octubre de 2014

Avenida de la Constitución

Paseaba yo por la Avenida de la Constitución y me paré a observar la cantidad de extranjeros que había. El inglés, el alemán, el ruso, el francés, el irlandés, el japonés; estaban todos. Parecía el típico chiste antiguo que tira de tópico. Todos con sus cámaras de fotos fotografiando cualquier cosa que les llamara la atención: la Giralda, la Catedral, la facultad de filología, Puerta de Jerez, el tranvía, el Starbucks, el Starbucks con el tranvía de fondo, el Ayuntamiento, una pobre sudamericana que te saluda con la mayor de las sonrisas con un feliz "buenos días" ofreciéndote un paquete de pañuelos como único medio para seguir adelante en el día a día, el Banco de España con sus respectivos árboles mastodónticos perfectamente cuadriculados, un coche de caballos con algún que otro guiri subido a él pensando: "¡qué bien sientan las costumbres sevillanas!" cuando probablemente ninguno de los que paseamos por la Avenida de la Constitución hayamos montado alguna vez en nuestras miserables vidas en un coche de caballos. Pero lo que más vi que fotografiaron (como si tuviese alguna naturaleza turística) fue a aquel artista callejero que se pasa veintitrés de las veinticuatro horas del día subido a un pedestal, empolvado completamente de un gris metalizado esperando a que algún niño de inocente sonrisa o bien su madre o quizá algún que otro curioso se acerque a echarle una moneda a su sombrero para empezar su espectáculo moviéndose al son de un sonido robotizado que solo él sabe cómo producir. Lo curioso es que no lo estaban fotografiando en mitad de su espectáculo, lo curioso es que todos, tanto el inglés, el alemán, el ruso, el francés, el irlandés como el japonés, se pararon a sacar su instantánea para el recuerdo mientras este pobre artista callejero, ataviado con todos sus harapos y perfectamente maquillado, se tomaba un café como descanso en la cafetería de al lado con la triste y ridícula moneda que el niño de sonrisa inocente le soltó hacía tan solo un momento.