Hoy no es un día
cualquiera. Hoy es 21 de enero. Y hoy nada me va a impedir que beba.
No son pocas las noches en las que el sueño solo viene al encuentro cuando uno acaba extenuado de llorar. Alguien se ha ido y ha dejado su ausencia. Quizá se fue hace mucho más tiempo del que creo o, quizá, haya sido yo el que se haya ido. El resultado es el mismo. Donde antes había un rostro, una voz, ahora solo queda el recuerdo de lo que una vez fue una persona con la que soñaste compartir toda una vida juntos.
Y por eso este dolor, este sufrimiento, estas lágrimas. Por lo que ya no somos ni seremos. Porque jamás se podrá volver a aquel tiempo donde unas manos, por sí solas, podían sostener el mundo y era suficiente para sortear cualquier obstáculo. Sin embargo, aquellas manos que se entrelazaban, se acariciaban, se deseaban y se amaban ya no son las mismas. Poco a poco y sin darnos cuenta, nos convertimos en desconocidos. Sigo completamente enamorado, pero esa persona ya no es la persona de la que me enamoré. Ni siquiera yo soy el mismo. Dos impostores han asesinado a los actores principales y ahora se hacen pasar por ellos.
Nunca he sabido cómo
empezar una conversación, una carta, un examen, una amistad, una relación o
cualquier cosa que tenga un inicio. Dada mi incapacidad para romper el hielo en
cualquier lugar y circunstancia, prefiero siempre guardar silencio. Que hable el
silencio por mí, ya callo yo por él. Como Pizarnik, me uno al silencio y me
dejo hacer, me dejo beber, me dejo decir.
Y así llegamos a aquella
situación, donde todo se desbordó. Donde los sentimientos estaban a flor de
piel y ya solo quedaba una salida. Una salida que nunca fue una opción hasta el
mismo momento en que ocurrió y que, más adelante, me ha atormentado con una
pregunta: ¿por qué esperaste tanto? Instintivamente, respondo con otra pregunta
que me atormenta aún más si cabe: ¿y podría haber esperado más? Posiblemente
sí, pero ¿a qué precio? En mi defensa diré que si así lo he hecho es porque así
me late. Todavía hoy me acusan de apropiarme del papel de víctima cuando, en
realidad, fui verdugo. Quieren que interprete bien mi papel y no acapare el de
los demás, pero ya no estoy para interpretaciones, nunca fui buen actor. Tanto
tiempo fingí estar bien que ya no puedo esconder lo que siento. Ya no estoy
para andar traicionándome.
Cabe la posibilidad de
que toda esta situación venga de su capacidad de amar. No lo descarto, pues
jamás vi a una persona amar tanto a alguien. Un amor arrollador, capaz de
allanar la más alta de las montañas, detener al mismísimo Cronos, robar el
fuego de Prometeo y, en consecuencia, desatar todas aquellas desgracias personificadas
en Pandora. Todo ello, sí, procedente de su capacidad de amar. De ahí, de algo
tan inocente y puro, todos los males. Porque, a veces, amar en tales cantidades
exige ser amado en una proporción similar o, al menos, cercana. Quizá no amé lo
suficiente, tampoco lo descarto. De lo que no hay dudas es de que amé y lo hice
con todo lo que mi desvencijado corazón me permitió. Y no, no fue suficiente.
Nunca lo fue.
No son pocas las noches en las que el sueño solo viene al encuentro cuando uno acaba extenuado de llorar. Alguien se ha ido y ha dejado su ausencia. Quizá se fue hace mucho más tiempo del que creo o, quizá, haya sido yo el que se haya ido. El resultado es el mismo. Donde antes había un rostro, una voz, ahora solo queda el recuerdo de lo que una vez fue una persona con la que soñaste compartir toda una vida juntos.
Y por eso este dolor, este sufrimiento, estas lágrimas. Por lo que ya no somos ni seremos. Porque jamás se podrá volver a aquel tiempo donde unas manos, por sí solas, podían sostener el mundo y era suficiente para sortear cualquier obstáculo. Sin embargo, aquellas manos que se entrelazaban, se acariciaban, se deseaban y se amaban ya no son las mismas. Poco a poco y sin darnos cuenta, nos convertimos en desconocidos. Sigo completamente enamorado, pero esa persona ya no es la persona de la que me enamoré. Ni siquiera yo soy el mismo. Dos impostores han asesinado a los actores principales y ahora se hacen pasar por ellos.
En mi regreso a casa,
decidí ir a visitar un lugar especial. Desviándome un poco del camino que lleva
de vuelta al pueblo, me puse a buscar y pronto descubrí las dos lápidas en la
ladera junto al páramo. La de ella, medio enterrada en brezos, armonizaba con
el césped y el musgo que crecía al pie. La de él estaba aún desnuda. «Me
demoré junto a ellas bajo aquel cielo benigno. Contemplé las mariposas
revoloteando entre brezos y campánulas, escuché la suave brisa que soplaba por
la hierba, y me pregunté cómo nadie podía imaginar sueños inquietos a los que
duermen bajo una tierra tan serena».