«Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura».
Edgar Allan Poe.

martes, 21 de enero de 2020

Aniversario

Hoy no es un día cualquiera. Hoy es 21 de enero. Y hoy nada me va a impedir que beba.


Nunca he sabido cómo empezar una conversación, una carta, un examen, una amistad, una relación o cualquier cosa que tenga un inicio. Dada mi incapacidad para romper el hielo en cualquier lugar y circunstancia, prefiero siempre guardar silencio. Que hable el silencio por mí, ya callo yo por él. Como Pizarnik, me uno al silencio y me dejo hacer, me dejo beber, me dejo decir.

Y así llegamos a aquella situación, donde todo se desbordó. Donde los sentimientos estaban a flor de piel y ya solo quedaba una salida. Una salida que nunca fue una opción hasta el mismo momento en que ocurrió y que, más adelante, me ha atormentado con una pregunta: ¿por qué esperaste tanto? Instintivamente, respondo con otra pregunta que me atormenta aún más si cabe: ¿y podría haber esperado más? Posiblemente sí, pero ¿a qué precio? En mi defensa diré que si así lo he hecho es porque así me late. Todavía hoy me acusan de apropiarme del papel de víctima cuando, en realidad, fui verdugo. Quieren que interprete bien mi papel y no acapare el de los demás, pero ya no estoy para interpretaciones, nunca fui buen actor. Tanto tiempo fingí estar bien que ya no puedo esconder lo que siento. Ya no estoy para andar traicionándome.

Cabe la posibilidad de que toda esta situación venga de su capacidad de amar. No lo descarto, pues jamás vi a una persona amar tanto a alguien. Un amor arrollador, capaz de allanar la más alta de las montañas, detener al mismísimo Cronos, robar el fuego de Prometeo y, en consecuencia, desatar todas aquellas desgracias personificadas en Pandora. Todo ello, sí, procedente de su capacidad de amar. De ahí, de algo tan inocente y puro, todos los males. Porque, a veces, amar en tales cantidades exige ser amado en una proporción similar o, al menos, cercana. Quizá no amé lo suficiente, tampoco lo descarto. De lo que no hay dudas es de que amé y lo hice con todo lo que mi desvencijado corazón me permitió. Y no, no fue suficiente. Nunca lo fue.

No son pocas las noches en las que el sueño solo viene al encuentro cuando uno acaba extenuado de llorar. Alguien se ha ido y ha dejado su ausencia. Quizá se fue hace mucho más tiempo del que creo o, quizá, haya sido yo el que se haya ido. El resultado es el mismo. Donde antes había un rostro, una voz, ahora solo queda el recuerdo de lo que una vez fue una persona con la que soñaste compartir toda una vida juntos.

Y por eso este dolor, este sufrimiento, estas lágrimas. Por lo que ya no somos ni seremos. Porque jamás se podrá volver a aquel tiempo donde unas manos, por sí solas, podían sostener el mundo y era suficiente para sortear cualquier obstáculo. Sin embargo, aquellas manos que se entrelazaban, se acariciaban, se deseaban y se amaban ya no son las mismas. Poco a poco y sin darnos cuenta, nos convertimos en desconocidos. Sigo completamente enamorado, pero esa persona ya no es la persona de la que me enamoré. Ni siquiera yo soy el mismo. Dos impostores han asesinado a los actores principales y ahora se hacen pasar por ellos.


En mi regreso a casa, decidí ir a visitar un lugar especial. Desviándome un poco del camino que lleva de vuelta al pueblo, me puse a buscar y pronto descubrí las dos lápidas en la ladera junto al páramo. La de ella, medio enterrada en brezos, armonizaba con el césped y el musgo que crecía al pie. La de él estaba aún desnuda. «Me demoré junto a ellas bajo aquel cielo benigno. Contemplé las mariposas revoloteando entre brezos y campánulas, escuché la suave brisa que soplaba por la hierba, y me pregunté cómo nadie podía imaginar sueños inquietos a los que duermen bajo una tierra tan serena».