«Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura».
Edgar Allan Poe.

miércoles, 19 de julio de 2017

Sonrisa rota.

No recuerdo cómo llegué hasta allí exactamente. Tan solo que me encontraba en una sala completamente blanca sin aire acondicionado, con una mesa, cuatro sillas y una pequeña ventana que daba al exterior. Allí nos encontrábamos mi abogado y yo desde hacía algo más de dos horas en las que el calor no paraba de asfixiarnos. Él quería repasar algunas cosas antes de que empezara todo. «Mala táctica antes del examen», pensé. Desde hacía rato, me encontraba desorientado, sin saber dónde me encontraba ni por qué estaba allí. Mi representante no paraba de hacerme preguntas y darme consejos, pero yo no alcanzaba a comprender todo lo que él quería decirme. Yo estaba absorto, sin saber lo que estaba pasando. No podía pensar en otra cosa que en aquel insoportable calor y en cómo mi abogado se secaba el sudor de su frente cada vez que articulaba dos frases. Él sabía que no le estaba escuchando, pero confiaba en que algo se adhiriera a mi conciencia.

De pronto, se armó cierto revuelo, el secretario había abierto las puertas y entramos en la sala donde se celebraría el juicio. Mi abogado se puso la toga y se sentó a la izquierda, la fiscal, a la derecha y yo, en el banquillo de los acusados. Cuando el juez entró, nos pusimos todos en pie. Yo aproveché para mirar atrás y vi que la sala se encontraba repleta de gente. No sabía que todo había causado tanto revuelo. Ahora sí que estaría nervioso cuando llegase el interrogatorio, quizá era esto de lo que me advertía mi abogado.

El juez comenzó a leer los hechos, así como las acusaciones que recaían sobre mí. Se me acusaba, principalmente, de un delito de inducción al suicidio, con una pena de cuatro a ocho años de cárcel, donde la fiscal pedía el máximo castigo debido a la repercusión mediática que había alcanzado la espeluznante muerte de mi mejor amigo. En ese momento, un pitido ensordecedor se coló en mis oídos, como si hubiese recibido un gran golpe, que me hacía sentirme ajeno a todo lo que ocurría en aquella sala abarrotada. Sin mediar palabra, el juez me invitó a que me acercara al micrófono, pues iba a comenzar el interrogatorio por parte de la fiscal. Ella, ataviada en su impoluta toga, realizó una serie de preguntas a las que respondí con un silencio casi tan impoluto como su vestimenta. Silencio tan solo interrumpido por una entrecortada respiración que no permitía que mis pulmones se avituallaran del oxígeno correctamente. No soy experto en reacciones químicas ni biológicas, pero creo que esta falta de oxígeno reactivó en mi cerebro un instinto de supervivencia que lo despertó de su letargo y conseguí articular, en voz baja, una frase:

—Per... perdón, ¿podría repetir la pregunta?

La sala enmudeció, mi abogado suspiró y la fiscal se sorprendió, pues ya se daba por vencida ante mi escrupuloso silencio. Inmediatamente, repitió la última pregunta que había formulado:

—¿De qué hablaron, exactamente, —repitió la fiscal con tono severo, incidiendo en esta última palabra— la víctima y usted la noche antes de que se quitara la vida?

Sinceramente, nunca fui de recordar las palabras exactas de una conversación. Las artes escénicas y el estudiar de memoria siempre se me dieron fatal. Pero lo que sí recuerdo con exactitud son las emociones que provocaron en mí aquella última conversación con mi amigo de la infancia antes de que él decidiera poner fin a su vida. Sería egoísta decir que fui la persona que más lloró su muerte, pues su familia estaba realmente afectada, pero a mí ni siquiera me dejaron despedirme de él. Él era un chico tímido, pero amable y querido por todos. Conocía a mucha gente y todos lo apreciaban, aunque en el fondo solo tenía un amigo de verdad, y ese era yo. Quizá esto era así porque yo nunca me mordía la lengua y le decía las cosas tal y como las pensaba. Sin embargo, conmigo era con el único con el que se sentía capaz de sincerarse.

Antes de responder a la fiscal, tendría que contarle al juez y a los allí presentes los auténticos hechos que motivaron tales acciones tan desafortunadas de mi amigo. Podría decirse que todo empezó con una llamada en la que me decía: «Tío, creo que me he enamorado. No, no. Esta vez, de verdad». Mi amigo siempre andaba enamorándose de toda chica guapa que se cruzara con él, pero algo de diferente había en ella que a él lo dejaba sin habla. Entre nosotros la llamábamos Olivia Wilde porque, a pesar de no resaltar por su cuerpo, era, según él, de las chicas más guapas que jamás había visto.

Todos los jueves, mi amigo y yo quedábamos por la noche en su patio trasero, donde nos tirábamos en el césped desgajado, con un par de cervezas para hablar. Siempre seguíamos la misma rutina de contarnos trivialidades y reírnos sobre la situación política del país hasta que el alcohol empezaba a afectarnos y pasábamos a temas más profundos. Pero desde que apareció Olivia Wilde en su vida, él dejó de beber y ya solo hablaba de ella de principio a fin. La conoció en la primera clase de Derecho Administrativo del curso, la cual pensaba abandonar sin ni siquiera ir a una de sus lecciones debido a la dificultad que entrañaba una asignatura como esa. Sin embargo, aquel día decidió darle una oportunidad a la asignatura y acudió a clase. Desgraciadamente, llegó tarde y, para no molestar y viendo que no había sitio al lado de sus compañeros, decidió sentarse en las últimas filas. A los pocos minutos, Olivia Wilde entró por la puerta y, sin ni siquiera mirar a nadie, fue a sentarse justo al lado de mi amigo. Pocas veces hablaron fuera de aquellas clases de Derecho Administrativo donde él se enamoraba cada día más de su sonrisa. Y esta palabra «sonrisa» era la que él repetía una y otra vez en aquel patio iluminado por una bombilla rota que aún seguía iluminando, ni Dios sabe cómo.

Él nunca buscó nada con ella, de eso estoy seguro. Sin embargo, fue encontrando algo, no sabría cómo llamarlo, que le hacía palpitar con una fuerza implacable. El entusiasmo con el que me hablaba de ella y de cómo ella le hablaba a él no se lo vi nunca a ninguna pareja. Si pudierais estar en aquel patio observando cómo sus ojos irradiaban una luz deslumbrante y se enrojecía cada vez que hablaba de ella... Se sentía capaz de todo, y es que cualquiera se haría el valiente si ella te estuviese mirando.

Me contaba que era una chica simple, que se arreglaba lo justo y que era casi tan tímida como él. Era incapaz de hacerle daño a nadie o de contar una mentira sin sentirse mal. Y cuando soltaba una broma, se ruborizaba mientras sonreía, mostrando sus dientes imperfectamente lindos. Mi amigo teorizaba sobre su belleza, argumentando que la misma residía en que ella siempre estaba dispuesta a ayudar sin perder su suave sonrisa. Tenía amigas que la apreciaban y querían muchísimo, pero eran tan diferentes a ella que resultaba extraño verlas juntas. Todas ellas, en mayor o menos medida, coqueteaban o tenían cierto desparpajo con los chicos. Ella no. Sin embargo, la conversación que ella te sacaba y mantenía la impregnaba de un maquillaje mucho más atrayente que cualquier otra pinturilla que las amigas pudieran utilizar. Él, simplemente, lo llamaba magia.

Pasaron los meses mientras su discurso iba cogiendo vigor e intensidad. Ahora aparecían expresiones como: «Me fascina» o «Si la vieras en persona, me entenderías». A decir verdad, me hacía una ligera idea de lo que el amor podía afectar a tus capacidades perceptivas, pero jamás había pensado que pudiese llegar a tal magnitud. Al mismo tiempo que su discurso iba intensificándose, la fecha del examen de aquella displicente asignatura se iba acercando. Él iba a clase y atendía a las explicaciones en la medida en que la sonrisa de ella se lo permitía. Se pasaban aquellas horas hablando casi sin parar y siempre riéndose contenidamente. Yo le advertía a mi amigo que aquellas risas contenidas se desbordarían en cualquier momento por algún inesperado y desafortunado lugar y que ya todo sería incontrolable.

Finalmente, llegó la fecha del examen de Derecho Administrativo y salieron del mismo con malas sensaciones. Habían estudiado bastante, pero debían sacar adelante otras asignaturas y ésta resultaba demasiado complicada. Fue el único día en el que la sonrisa de Olivia Wilde no brilló como acostumbraba y eso le quemaba a mi amigo por dentro. Sin embargo, todavía en la época en la que internet no había llegado a todos los hogares, fueron juntos a ver si habían salido las notas. Efectivamente, allí estaban y buscaron sus nombres con entusiasmo y rapidez. Mi amigo encontró su nombre al momento: Aprobado. Aún así, no dijo nada y siguió buscando el nombre de Olivia Wilde para ver si ella también había aprobado y así poder celebrarlo. Después de un segundo, los dedos de mi amigo y de Olivia Wilde se encontraron en el nombre de ella, provocando una pequeña chispa casi imperceptible. Corrieron la mirada hacia la derecha: Aprobada. Ambos saltaron y se fundieron en un abrazo colmados de felicidad. Y es que no hay nadie más feliz que aquella persona que aprueba un examen esperando un suspenso. Bueno, me equivoco. No hay nadie más feliz a no ser que eso mismo te pase estando junto a ella.

Acto seguido, se dirigieron a la cafetería de la universidad. Daba igual que fuesen las once de la mañana, ellos necesitaban celebrar este aprobado milagroso con un par de cervezas. De la cafetería de la universidad pasaron a un bar del centro y, allí, entre alcohol, risas y cierto flirteo, se les hizo de noche. Llegado cierto momento de la misma, ella le confesó que tenía que marcharse, pues era entresemana y no había demasiados autobuses de vuelta a su pueblo. Ambos se dieron un abrazo de despedida que duró varios segundos más de lo normal. Al separarse, ella no quiso mirarle e intentó cubrir su rostro con su corta melena que apenas le acariciaba los hombros: estaba llorando. Él intentó tocar su rostro, tratando de consolarla, pero ella le interrumpió diciéndole:

—Lo siento, nada de esto debería haber ocurrido. Por favor, no trates de hablar conmigo de nuevo.

Tal y como decía Cortázar: «También en el ajedrez y en el amor hay esos instantes en que la niebla se triza y es entonces que se cumplen las jugadas y los actos que un segundo antes hubieran sido inconcebibles».

Inmediatamente, ella salió corriendo y él se quedó en la puerta de aquel bar, confuso, sin saber qué hacer, con el brazo extendido en dirección a Olivia Wilde, tratando de aferrarse a ella, luego a su sombra y, finalmente, a las luces verdes y rojas de los semáforos que se filtraban entre sus dedos, no permitiendo ver por dónde se había marchado. Pasados unos minutos, cogió su teléfono móvil y me llamó. Era miércoles y era necesario adelantar un día nuestra habitual charla en su patio trasero.

Eran pasadas las doce de la noche cuando marqué su número de teléfono brevemente para avisarle de que estaba en la puerta de su casa. Él me abrió y sin decir nada se dirigió hacia el patio. Yo le seguí y allí le dio al interruptor. Aquella vieja bombilla rota parpadeó varias veces hasta que, finalmente, consiguió iluminar todo el patio. Siempre me preguntaba cómo era posible que aquella bombilla rota pudiese siquiera generar algo de luz. Sin embargo, lo hacía, sin más. Allí, en aquel patio más sombrío que de costumbre, mi amigo me contó todo lo que había pasado ese día. Yo no daba crédito a aquellas palabras de aquel desconsolado narrador que trataba de contener sus lágrimas, pero que, al pronunciar el nombre de ella, no pudo hacerlo.

Yo, que escuchaba atentamente el relato, me quedé congelado cuando escuché el nombre de ella. En este caso, no la había llamado Olivia Wilde, sino que había pronunciado su nombre real. Y sí, la conocía. Sabía perfectamente quién era. Era una chica que se vio obligada a dejar los estudios por una enfermedad y, según tenía entendido, le habían dado pocos meses de vida. Yo decidí contárselo. Hoy día me arrepiento de haberlo hecho, pero en ese momento sentí la necesidad de hacerlo. Y si antes pensaba que mi amigo lloraba desconsoladamente, ahora lo hacía aún más. Ella le dijo en su momento que, terminado este semestre, tendría que irse a estudiar a otro lugar. Nunca le confesó el motivo y ahora todo encajaba.

Quizá pude decirlo de otra forma, quizá pude hacer otra cosa, quizá, simplemente, pude haberme callado, pero intenté consolar a mi amigo con la falta de tacto que me caracteriza en estas situaciones, diciéndole:

—Tío, ¿sabes qué? —dije mirando la noche sentado en el césped mientras rodeaba mis rodillas con los brazos—. Ahora comprendo absolutamente todo lo que me decías de ella. Ahora entiendo por qué te enamoraste de ella, de su forma de ser, de su sonrisa.

Él me miró extrañado, buscando una explicación.

—¿Ves la bombilla rota que ilumina todo este patio? —continué, señalando con el dedo índice aquella luz que parpadeaba a cada rato—. En esa vieja bombilla veo la sonrisa de Olivia Wilde de la que te enamoraste. Una sonrisa que, a pesar de saber que le quedaba poco tiempo de vida, seguía iluminando a su alrededor sin importar que estuviese rota, desafiando cualquier lógica. Una sonrisa rota que llenó tu vida de una luz y de una pasión fulgurantes. Ojalá te hubieses visto hablando de ella, ojalá.

Dicho esto, mi amigo se tapó la cara con las manos y me pidió que, por favor, me fuera. Así lo hice. Sin ni siquiera decirle adiós, me levanté y me marché de su casa. Fue la última vez que vería a mi mejor amigo. La última y amarga vez que hablaríamos.

De pronto, una tenue voz se hacía cada vez más nítida. Era la fiscal insistiendo en su pregunta, intentando saber de qué habíamos hablado aquella noche mi amigo y yo. Yo, que me había vuelto a quedar en silencio, suspiré y dije:


—Hablamos de muchas cosas. La mayoría de ellas, injusticias. Lo cierto es que a Van Gogh —divagué parafraseando a Bukowski, el cual aparecía en la mayoría de nuestras conversaciones— lo abucheaban los niños que tiraban piedras contra su ventana. Fue afortunado de tener ventanas. Fue afortunado de tener una oreja. Hemingway fue afortunado de tener una escopeta. Mi amigo fue afortunado de conocer a Olivia Wilde. Yo fui afortunado de ver encenderse una vieja bombilla rota. Todas estas formas de fortuna no son más que meras injusticias. Y, si algo de justicia le queda a este mundo, deberían declararme culpable.