No recuerdo cómo llegué hasta allí
exactamente. Tan solo que me encontraba en una sala completamente blanca sin
aire acondicionado, con una mesa, cuatro sillas y una pequeña ventana que daba
al exterior. Allí nos encontrábamos mi abogado y yo desde hacía algo más de dos
horas en las que el calor no paraba de asfixiarnos. Él quería repasar algunas
cosas antes de que empezara todo. «Mala
táctica antes del examen», pensé. Desde
hacía rato, me encontraba desorientado, sin saber dónde me encontraba ni por
qué estaba allí. Mi representante no paraba de hacerme preguntas y darme
consejos, pero yo no alcanzaba a comprender todo lo que él quería decirme. Yo
estaba absorto, sin saber lo que estaba pasando. No podía pensar en otra cosa
que en aquel insoportable calor y en cómo mi abogado se secaba el sudor de su
frente cada vez que articulaba dos frases. Él sabía que no le estaba
escuchando, pero confiaba en que algo se adhiriera a mi conciencia.
De pronto, se armó cierto revuelo, el
secretario había abierto las puertas y entramos en la sala donde se celebraría
el juicio. Mi abogado se puso la toga y se sentó a la izquierda, la fiscal, a
la derecha y yo, en el banquillo de los acusados. Cuando el juez entró, nos
pusimos todos en pie. Yo aproveché para mirar atrás y vi que la sala se
encontraba repleta de gente. No sabía que todo había causado tanto revuelo.
Ahora sí que estaría nervioso cuando llegase el interrogatorio, quizá era esto
de lo que me advertía mi abogado.
El juez comenzó a leer los hechos, así
como las acusaciones que recaían sobre mí. Se me acusaba, principalmente, de un
delito de inducción al suicidio, con una pena de cuatro a ocho años de cárcel,
donde la fiscal pedía el máximo castigo debido a la repercusión mediática que
había alcanzado la espeluznante muerte de mi mejor amigo. En ese momento, un
pitido ensordecedor se coló en mis oídos, como si hubiese recibido un gran
golpe, que me hacía sentirme ajeno a todo lo que ocurría en aquella sala
abarrotada. Sin mediar palabra, el juez me invitó a que me acercara al
micrófono, pues iba a comenzar el interrogatorio por parte de la fiscal. Ella,
ataviada en su impoluta toga, realizó una serie de preguntas a las que respondí
con un silencio casi tan impoluto como su vestimenta. Silencio tan solo
interrumpido por una entrecortada respiración que no permitía que mis pulmones
se avituallaran del oxígeno correctamente. No soy experto en reacciones
químicas ni biológicas, pero creo que esta falta de oxígeno reactivó en mi
cerebro un instinto de supervivencia que lo despertó de su letargo y conseguí
articular, en voz baja, una frase:
—Per... perdón, ¿podría repetir la
pregunta?
La sala enmudeció, mi abogado suspiró y la
fiscal se sorprendió, pues ya se daba por vencida ante mi escrupuloso silencio.
Inmediatamente, repitió la última pregunta que había formulado:
—¿De qué hablaron, exactamente, —repitió
la fiscal con tono severo, incidiendo en esta última palabra— la víctima y
usted la noche antes de que se quitara la vida?
Sinceramente, nunca fui de recordar las
palabras exactas de una conversación. Las artes escénicas y el estudiar de
memoria siempre se me dieron fatal. Pero lo que sí recuerdo con exactitud son
las emociones que provocaron en mí aquella última conversación con mi amigo de
la infancia antes de que él decidiera poner fin a su vida. Sería egoísta decir
que fui la persona que más lloró su muerte, pues su familia estaba realmente
afectada, pero a mí ni siquiera me dejaron despedirme de él. Él era un chico
tímido, pero amable y querido por todos. Conocía a mucha gente y todos lo
apreciaban, aunque en el fondo solo tenía un amigo de verdad, y ese era yo.
Quizá esto era así porque yo nunca me mordía la lengua y le decía las cosas tal
y como las pensaba. Sin embargo, conmigo era con el único con el que se sentía
capaz de sincerarse.
Antes de responder a la fiscal, tendría
que contarle al juez y a los allí presentes los auténticos hechos que motivaron
tales acciones tan desafortunadas de mi amigo. Podría decirse que todo empezó
con una llamada en la que me decía: «Tío,
creo que me he enamorado. No, no. Esta vez, de verdad». Mi amigo siempre andaba
enamorándose de toda chica guapa que se cruzara con él, pero algo de diferente
había en ella que a él lo dejaba sin habla. Entre nosotros la
llamábamos Olivia Wilde porque, a pesar de no resaltar por su cuerpo, era,
según él, de las chicas más guapas que jamás había visto.
Todos los jueves, mi amigo y yo quedábamos
por la noche en su patio trasero, donde nos tirábamos en el césped desgajado,
con un par de cervezas para hablar. Siempre seguíamos la misma rutina de
contarnos trivialidades y reírnos sobre la situación política del país hasta
que el alcohol empezaba a afectarnos y pasábamos a temas más profundos. Pero
desde que apareció Olivia Wilde en su vida, él dejó de beber y ya solo hablaba
de ella de principio a fin. La conoció en la primera clase de Derecho
Administrativo del curso, la cual pensaba abandonar sin ni siquiera ir a una de
sus lecciones debido a la dificultad que entrañaba una asignatura como esa. Sin
embargo, aquel día decidió darle una oportunidad a la asignatura y acudió a
clase. Desgraciadamente, llegó tarde y, para no molestar y viendo que no había
sitio al lado de sus compañeros, decidió sentarse en las últimas filas. A los
pocos minutos, Olivia Wilde entró por la puerta y, sin ni siquiera mirar a
nadie, fue a sentarse justo al lado de mi amigo. Pocas veces hablaron fuera de
aquellas clases de Derecho Administrativo donde él se enamoraba cada día más de
su sonrisa. Y esta palabra «sonrisa» era la
que él repetía una y otra vez en aquel patio iluminado por una bombilla rota
que aún seguía iluminando, ni Dios sabe cómo.
Él nunca buscó nada con ella, de eso estoy
seguro. Sin embargo, fue encontrando algo, no sabría cómo llamarlo, que le
hacía palpitar con una fuerza implacable. El entusiasmo con el que me hablaba
de ella y de cómo ella le hablaba a él no se lo vi nunca a ninguna pareja. Si
pudierais estar en aquel patio observando cómo sus ojos irradiaban una luz
deslumbrante y se enrojecía cada vez que hablaba de ella... Se sentía capaz de
todo, y es que cualquiera se haría el valiente si ella te
estuviese mirando.
Me contaba que era una
chica simple, que se arreglaba lo justo y que era casi tan tímida como él. Era
incapaz de hacerle daño a nadie o de contar una mentira sin sentirse mal. Y
cuando soltaba una broma, se ruborizaba mientras sonreía, mostrando sus dientes
imperfectamente lindos. Mi amigo teorizaba sobre su belleza, argumentando que
la misma residía en que ella siempre estaba dispuesta a ayudar sin perder su
suave sonrisa. Tenía amigas que la apreciaban y querían muchísimo, pero eran
tan diferentes a ella que resultaba extraño verlas juntas. Todas ellas, en
mayor o menos medida, coqueteaban o tenían cierto desparpajo con los chicos.
Ella no. Sin embargo, la conversación que ella te sacaba y mantenía la
impregnaba de un maquillaje mucho más atrayente que cualquier otra pinturilla
que las amigas pudieran utilizar. Él, simplemente, lo llamaba magia.
Pasaron los meses
mientras su discurso iba cogiendo vigor e intensidad. Ahora aparecían
expresiones como: «Me fascina» o «Si la vieras en persona, me
entenderías». A decir verdad, me hacía una ligera idea de lo que el amor podía
afectar a tus capacidades perceptivas, pero jamás había pensado que pudiese llegar
a tal magnitud. Al mismo tiempo que su discurso iba intensificándose, la fecha
del examen de aquella displicente asignatura se iba acercando. Él iba a clase y
atendía a las explicaciones en la medida en que la sonrisa de ella se
lo permitía. Se pasaban aquellas horas hablando casi sin parar y siempre
riéndose contenidamente. Yo le advertía a mi amigo que aquellas risas
contenidas se desbordarían en cualquier momento por algún inesperado y
desafortunado lugar y que ya todo sería incontrolable.
Finalmente, llegó la
fecha del examen de Derecho Administrativo y salieron del mismo con malas
sensaciones. Habían estudiado bastante, pero debían sacar adelante otras
asignaturas y ésta resultaba demasiado complicada. Fue el único día en el que
la sonrisa de Olivia Wilde no brilló como acostumbraba y eso le quemaba a mi
amigo por dentro. Sin embargo, todavía en la época en la que internet no había
llegado a todos los hogares, fueron juntos a ver si habían salido las notas.
Efectivamente, allí estaban y buscaron sus nombres con entusiasmo y rapidez. Mi
amigo encontró su nombre al momento: Aprobado. Aún así, no dijo nada y siguió
buscando el nombre de Olivia Wilde para ver si ella también había aprobado y
así poder celebrarlo. Después de un segundo, los dedos de mi amigo y de Olivia
Wilde se encontraron en el nombre de ella, provocando una pequeña chispa casi
imperceptible. Corrieron la mirada hacia la derecha: Aprobada. Ambos saltaron y
se fundieron en un abrazo colmados de felicidad. Y es que no hay nadie más feliz
que aquella persona que aprueba un examen esperando un suspenso. Bueno, me
equivoco. No hay nadie más feliz a no ser que eso mismo te pase estando junto
a ella.
Acto seguido, se dirigieron a la cafetería
de la universidad. Daba igual que fuesen las once de la mañana, ellos
necesitaban celebrar este aprobado milagroso con un par de cervezas. De la
cafetería de la universidad pasaron a un bar del centro y, allí, entre alcohol, risas y cierto flirteo, se les hizo de noche. Llegado cierto momento
de la misma, ella le confesó que tenía que marcharse, pues era entresemana y no
había demasiados autobuses de vuelta a su pueblo. Ambos se dieron un abrazo de
despedida que duró varios segundos más de lo normal. Al separarse, ella no
quiso mirarle e intentó cubrir su rostro con su corta melena que apenas le
acariciaba los hombros: estaba llorando. Él intentó tocar su rostro, tratando
de consolarla, pero ella le interrumpió diciéndole:
—Lo siento, nada de esto debería haber
ocurrido. Por favor, no trates de hablar conmigo de nuevo.
Tal y como decía Cortázar: «También en el ajedrez y en el amor hay esos instantes
en que la niebla se triza y es entonces que se cumplen las jugadas y los actos
que un segundo antes hubieran sido inconcebibles».
Inmediatamente, ella salió corriendo y él
se quedó en la puerta de aquel bar, confuso, sin saber qué hacer, con el brazo
extendido en dirección a Olivia Wilde, tratando de aferrarse a ella, luego a su
sombra y, finalmente, a las luces verdes y rojas de los semáforos que se filtraban
entre sus dedos, no permitiendo ver por dónde se había marchado. Pasados unos
minutos, cogió su teléfono móvil y me llamó. Era miércoles y era necesario
adelantar un día nuestra habitual charla en su patio trasero.
Eran pasadas las doce de la noche cuando
marqué su número de teléfono brevemente para avisarle de que estaba en la
puerta de su casa. Él me abrió y sin decir nada se dirigió hacia el patio. Yo
le seguí y allí le dio al interruptor. Aquella vieja bombilla rota parpadeó
varias veces hasta que, finalmente, consiguió iluminar todo el patio. Siempre
me preguntaba cómo era posible que aquella bombilla rota pudiese siquiera
generar algo de luz. Sin embargo, lo hacía, sin más. Allí, en aquel patio más
sombrío que de costumbre, mi amigo me contó todo lo que había pasado ese día.
Yo no daba crédito a aquellas palabras de aquel desconsolado narrador que
trataba de contener sus lágrimas, pero que, al pronunciar el nombre de ella, no
pudo hacerlo.
Yo, que escuchaba atentamente el relato,
me quedé congelado cuando escuché el nombre de ella. En este caso, no la había
llamado Olivia Wilde, sino que había pronunciado su nombre real. Y sí, la
conocía. Sabía perfectamente quién era. Era una chica que se vio obligada a
dejar los estudios por una enfermedad y, según tenía entendido, le habían dado
pocos meses de vida. Yo decidí contárselo. Hoy día me arrepiento de haberlo
hecho, pero en ese momento sentí la necesidad de hacerlo. Y si antes pensaba
que mi amigo lloraba desconsoladamente, ahora lo hacía aún más. Ella le dijo en
su momento que, terminado este semestre, tendría que irse a estudiar a otro
lugar. Nunca le confesó el motivo y ahora todo encajaba.
Quizá pude decirlo de otra forma, quizá
pude hacer otra cosa, quizá, simplemente, pude haberme callado, pero intenté
consolar a mi amigo con la falta de tacto que me caracteriza en estas situaciones,
diciéndole:
—Tío, ¿sabes qué? —dije mirando la noche
sentado en el césped mientras rodeaba mis rodillas con los brazos—. Ahora comprendo absolutamente
todo lo que me decías de ella. Ahora entiendo por qué te enamoraste de ella, de
su forma de ser, de su sonrisa.
Él me miró extrañado, buscando una
explicación.
—¿Ves la bombilla rota que ilumina todo
este patio? —continué, señalando con el dedo índice aquella luz que parpadeaba
a cada rato—. En esa vieja bombilla veo la sonrisa de Olivia Wilde de la que te
enamoraste. Una sonrisa que, a pesar de saber que le quedaba poco tiempo de
vida, seguía iluminando a su alrededor sin importar que estuviese rota,
desafiando cualquier lógica. Una sonrisa rota que llenó tu vida de una luz y de
una pasión fulgurantes. Ojalá te hubieses visto hablando de ella, ojalá.
Dicho esto, mi amigo se tapó la cara con
las manos y me pidió que, por favor, me fuera. Así lo hice. Sin ni siquiera
decirle adiós, me levanté y me marché de su casa. Fue la última vez que vería a
mi mejor amigo. La última y amarga vez que hablaríamos.
De pronto, una tenue voz se hacía cada vez
más nítida. Era la fiscal insistiendo en su pregunta, intentando saber de qué
habíamos hablado aquella noche mi amigo y yo. Yo, que me había vuelto a quedar
en silencio, suspiré y dije:
—Hablamos de muchas cosas. La mayoría de
ellas, injusticias. Lo cierto es que a Van Gogh —divagué parafraseando a
Bukowski, el cual aparecía en la mayoría de nuestras conversaciones— lo
abucheaban los niños que tiraban piedras contra su ventana. Fue afortunado de
tener ventanas. Fue afortunado de tener una oreja. Hemingway fue afortunado de
tener una escopeta. Mi amigo fue afortunado de conocer a Olivia Wilde. Yo fui
afortunado de ver encenderse una vieja bombilla rota. Todas estas formas de
fortuna no son más que meras injusticias. Y, si algo de justicia le queda a
este mundo, deberían declararme culpable.