«Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura».
Edgar Allan Poe.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Aquel gris Báltico.

Creo recordar que fue a finales de siglo cuando fui de viaje a Rostock. Recuerdo que habían pasado casi diez años desde la caída del muro de Berlín y aquella ciudad de la antigua República Democrática Alemana se había adaptado al capitalismo occidental peor que otras ciudades del este. Fue por estas fechas, recuerdo aquella fría brisa marina que atusaba el cabello de las mujeres que se atrevían a salir con aquellas bajas temperaturas. A pesar del frío, el aire era suave y se respiraba cierta nostalgia en el ambiente. Las calles, poco antes del atardecer, se teñían de un color amarillo grisáceo, como si se tratase de una antigua fotografía. Ciertamente, daba la sensación de que volvías medio siglo atrás cuando la luz del Sol abandonaba la plaza central. La guerra fría, el comunismo, la Segunda Guerra Mundial, el inhumano bombardeo de la ciudad, el régimen nazi... El lugar había vivido atrocidades que, aún ahora y a pesar de los esfuerzos del mar Báltico por erosionar esas heridas, seguían palpitando bajo la piel de aquella lastimosa urbe.

Recuerdo las largas caminatas que daba a lo largo de la costa de Rostock. El majestuoso mar Báltico me impresionaba mientras su brisa azotaba y sonrojaba mis mejillas. Durante las caminatas, podía sentir en mis propias carnes la nostalgia que transmitía la ciudad. El tiempo también ayudaba a ello. Cada vez que llovía, pareciera que Yann Tiersen se pusiera a tocar el piano. Allí conocí muchas de las tonalidades de grises que un mismo paisaje te puede mostrar: el gris metalizado del asfalto mojado, el gris mullido de las nubes de tormenta, el gris urbano de la ciudad y el gris que más me llamó la atención. Este gris lo hallé en una conversación a orillas del Báltico durante la última de mis caminatas antes de emprender mi viaje de vuelta. 

Durante la caminata, me encontré con una mujer que miraba la ciudad de espaldas al mar. Era una mujer de mediana edad de raíces rusas. Su nombre era Christa Fiódorovich y la encontré con las lágrimas saltadas. Me acerqué a ella, pensando que le ocurría algo, que alguien le había hecho daño, y le pregunté si se encontraba bien. Ella asintió levemente con la cabeza y me fijé en que tenía los labios amoratados del frío. La invité a la cafetería que había allí cerca con vistas al embarcadero para que entrase en calor. Nos sentamos al lado de la ventana y, mientras la lluvia comenzaba a llenar el cristal con pequeñas gotas escurridizas y titilantes, estuvimos conversando largo rato sobre pequeñas trivialidades. Al poco, le pregunté por qué lloraba antes en el paseo. Me dijo que la acababan de despedir. Ella vivía en un pequeño piso a escasos diez minutos del centro de la ciudad y tenía dificultades para pagar el alquiler, y aún más ahora que se encontraba sin trabajo. Sentí compasión por ella, apenas la había conocido y tenía la necesidad de ayudarla. Era una mujer agradable, de pequeña estatura, aunque no demasiado, con el pelo corto y rizado. Sus ojos claros miraban con energía e ilusión y su grato deje ruso conseguían que cada vez más me implicase en la conversación.

Cuando se nos acabó el café, fue ella la que me invitó a dar un paseo por la costa a pesar de la lluvia, decía que era uno de sus momentos preferidos. Ella caminó varios pasos por delante mía durante aquel trayecto. Una de las veces, se paró y señaló hacia un grupo de gaviotas que volaban, estáticas, contra el viento, impidiéndoles avanzar. Luego prosiguió en silencio reflexiva. La conexión que mantuve con ella en la cafetería parecía desvanecerse. La lluvia intermitente, a veces, dejaba cruzar un pequeño rayo de Sol entre las nubes, pero éstas, impetuosas, no tardaban en cubrirlo. Apenas hablamos durante aquel paseo. El silencio, al contrario de lo esperado, no me resultó demasiado incómodo. Al acabarse el recorrido a lo largo de la costa, ella se paró de nuevo, se dio la vuelta y me dijo: ‹‹Antes no lloraba porque me hubiesen despedido, te mentí. Antes lloraba porque echaba de menos la Alemania del este››. La echaba de menos, me explicó, porque en ella no tenía tantos problemas como ahora. No tenía por qué preocuparse de pagar sus estudios, de pagar el alquiler, de perder el trabajo. Puede que ella no viviese con todo tipo de lujos, pero podía vivir sin preocupaciones más allá de las personales. Aún así, me comentó, no se sentía del todo molesta con el capitalismo. Sabía que podría encontrar otro trabajo y seguir pagando el alquiler e, incluso, reconocía la posibilidad de poder ahorrar para vivir más holgadamente, permitiéndose determinados caprichos. Sin embargo, era incapaz de olvidar aquellos tiempos en los que el comunismo reinaba aquellos paisajes grises. Me dijo que el capitalismo, poco a poco, incómodamente se fue instaurando en aquel lugar y ya no había vuelta atrás a pesar de su añoranza por otros tiempos.

En ese momento, miró hacia el suelo, apretó sus manos frías guardadas en los bolsillos y, con la fuerza del océano, volvió a mirar hacia arriba y me besó. El mismísimo mar Báltico me sacudió con aquel beso. La brisa marina se metió debajo de mi piel, recorriendo cada vaso sanguíneo, cada tejido de mi cuerpo, congeló los latidos de mi enjuto corazón y paró el tiempo. Al segundo, ella separó sus labios de los míos y me miró, de nuevo, con energía e ilusión. Yo la miraba a ella confuso y paralizado mientras una lágrima recorría mi helada mejilla. Ella era el Báltico y yo, la gaviota estática volando contra el viento. Ella era el comunismo y yo, Christa Fiódorovich. Ella se veía reflejada en mis ojos mientras yo veía la nostalgia reflejada en los suyos.

Y ahí fue donde encontré aquel gris tan llamativo: el gris indeleble, imperecedero que se mantuvo delante de mis ojos durante todo el viaje y que aún hoy permanece. El gris nostálgico. Aquel gris que cubre tu alma y se apodera de ti. Aquel gris que hace que añores tu soledad, tus días grises, tus caminatas sin fin por Rostock.

 Aquel gris Báltico, aquel gris comunismo, aquel gris Christa Fiódorovich.