«Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura».
Edgar Allan Poe.

martes, 25 de septiembre de 2018

Marek Jelinek y las derrotas

Durante mi etapa en la universidad, tuve la fortuna de compartir piso con un estudiante que venía de un pequeño pueblo llamado Myslinka, de la República Checa. Él estudiada Derecho, mientras que yo había decidido cambiarme de carrera a la de Economía. Gracias a estar realizando un graduado parecido al de Economía pudieron convalidarme bastantes asignaturas y acabar tan solo un año después que mi compañero de piso, Marek Jelinek. No sé por qué motivo, él hablaba un perfecto castellano. Al parecer, tanto su abuela, como su madre eran apasionadas de los idiomas y se empeñaron en enseñarle desde chico varios de ellos. Que yo tuviera conocimiento, Marek Jelinek manejaba a la perfección el checo, el eslovaco, el inglés, el español y el alemán. De hecho, una de las veces me dijo que no era para tanto, pues el checo y el eslovaco eran los idiomas oficiales de su país y al inglés se le daba mucha importancia en la escuela. Él decidió venir a acabar su graduado a España y durante ese último curso trabamos una buena amistad. Tan buena amistad que, un año después de yo haber acabado el Graduado en Economía, me llamó por teléfono y me dijo que fuera a visitarlo a Pilsen, que por fin le habían dado días libres en la oficina. Sin duda acepté y a la semana siguiente ya me encontraba en suelo checo.

Tras tres horas de avión y otra más en tren, Marek Jelinek me esperaba en la estación. El tono con el que me llamó la semana anterior me había preocupado, pues se le notaba más lacónico que de costumbre. Sin embargo, en la estación me recibió con una radiante sonrisa y una gran palmada en la espalda que casi me tira al suelo. Sin pensarlo dos veces, me llevó a un pub para tomarnos una cerveza y entrar en calor. Estábamos en la República Checa, no podía faltar la cerveza. De camino al pub, en el coche, ya me pude fijar en el estilo de aquellas casas sacadas del Imperio Austrohúngaro, con puntiagudos tejados y fachadas pintadas en colores crema. Allí, mientras nos bebíamos la primera cerveza me puso al tanto de su vida. Llevaba trabajando año y medio en uno de los despachos de abogados más importantes del país y, mientras tanto, había obtenido el máster de abogacía que tanto deseaba. En cuanto a su situación sentimental, la pareja con la que estuvo saliendo durante tres años le dejó por otro, pero éste fue un tema que no quiso tocar. Ahora tocaba divertirse.

A la noche, me llevó a un restaurante donde preparaban unas hamburguesas deliciosas y, por supuesto, cerveza artesanal. Después, me llevó a dar un paseo para que viese por la noche el centro de la ciudad. La Plaza de la República, presidida por la Iglesia de San Bartolomé y el Ayuntamiento, abarcaba un vasto espacio donde la algazara de la gente que pasaba por allí le daba un aire jovial a la ciudad. Entre la Iglesia y el Ayuntamiento se erigía un monumento llamado «la columna de la peste». Por lo visto, una de las epidemias de peste que devastó Europa en la Edad Media se apiadó de la ciudad y no arrasó como lo hizo en el resto del continente. Salimos de la plaza por una calle bastante estrecha que desembocaba cerca del río Radbuza y entramos a otro pub. Allí, de no ser porque Marek Jelinek es un tipo grande y corpulento, hubiese pasado algo de miedo, pues el sitio estaba abarrotado de checos casi tan grandes como él, gritando y bebiendo.

Tras una larga noche, llegamos a su piso sin poder sostenernos en pie. Su casa era pequeña, pero acogedora. Apenas tenía dos habitaciones, un cuarto de baño, la cocina y, al menos, tenía un amplio salón. Marek Jelinek era un tipo ordenado y metódico, salvo cuando estaba ebrio. De normal, me hubiese enseñado su casa, mostrado cuál era mi habitación y ofrecido algo de comer o beber. Sin embargo, en cuanto entró en su casa, se fue a su habitación y se acostó con la misma ropa maloliente a sudor de borracho que traía puesta. Yo, por el contrario, a pesar de notar la embriaguez en mis mejillas y el cansancio en mis piernas, me puse a curiosear por la casa. No sé si fueron las cervezas de más o, simplemente, mi ignorancia, pero me desconcertó que no hubiese persianas en ninguna de las ventanas. La curiosidad por querer comprobar que de verdad no había ni una sola persiana me llevó al salón donde pude observar una magnífica estantería repleta de libros. He de confesar que tengo el mal hábito de juzgar a las personas por los libros que lee. A pesar de conocer en cierta medida los gustos literarios de mi amigo Marek Jelinek, no pude evitar sorprenderme al comprobar que leía libros tanto en checo, como en eslovaco, inglés y español. Pero la verdadera sorpresa vino cuando en uno de los estantes comprobé que había libros que se salían de la tónica habitual. A Marek Jelinek le apasionaba la literatura del siglo XIX, pero estos libros eran de reciente edición y trataban temas conspiranoicos nada verosímiles: fantasmas, extraterrestres, intraterrestres, testamentos bíblicos ocultos... Era una lista casi interminable de libros de este estilo y, cuando estaba a punto de llegar a los últimos, escuché un fuerte crujido detrás de mí. Marek Jelinek se interpuso rápidamente entre la estantería y yo, cubriendo con sus brazos una zona que ni tan siquiera había llegado a observar y diciéndome que por qué no estaba en la maldita habitación durmiendo. No intenté poner excusas ni explicarme. Dudo que hubiese servido para algo en el estado en el que estaba. Así que me fui a la cama y me acosté.

Horas más tarde, con los primeros rayos de sol entrando por la ventana sin persianas, sentí un fuerte dolor en mi delicado estómago. La intolerancia al gluten golpeaba de nuevo y tuve que ir corriendo al baño. Al acabar me encontraba mejor y, después de escuchar los estruendosos ronquidos de Marek Jelinek, decidí ir a ver qué era lo que trataba de evitar que viese. Sin duda, intentó tapar uno de los estantes de arriba. Acerqué una silla y me subí, pero no vi nada. Metí el brazo por encima de los libros que había y palpé algo frío, rígido y alargado. Al agarrarlo, pude comprobar que pesaba más de lo que pensaba y cuando vi lo que era, un escalofrío recorrió mi espalda. Se trataba de una pistola. Me volví corriendo a mi habitación y traté de conciliar el sueño durante horas, pero me fue imposible. No paraba de preguntarme por qué cojones tenía una pistola en su casa Marek Jelinek y en qué líos andaba metido.

Al día siguiente, fuimos a ver la ciudad más tranquilamente. El día anterior no pude fijarme bien, pero la ciudad era realmente hermosa. El estilo austrohúngaro de los edificios no era tan caricaturesco como el de otras ciudades centroeuropeas, donde parece que todas las casas tienen el mismo patrón. Aquí, cada fachada es distinta a la anterior sin desentonar unas con otras. El marrón café es el color preponderante en las viviendas, posiblemente heredado de siglos pasados. En la Plaza de la República, si cierras los ojos, puedes imaginar cómo un burgués de la alta sociedad con su sombrero y su levita se baja de su landó para entrar a visitar al emperador. Sin duda, la ciudad conservaba el encanto de otra época que otras capitales habían roído y desgastado. Llegada la noche, aún no me atrevía a preguntarle a Marek Jelinek sobre la pistola. Sin embargo, sí que le pregunté una cosa. Y es que me había enseñado los grandes monumentos y edificios de la ciudad, me había mostrado la grandeza de Pilsen, pero ésta es una ciudad que ha sufrido mucho, sobre todo durante el último siglo. Así que le pedí que me mostrara el sufrimiento de la ciudad. Ya había visto todas las victorias que llevaron a Pilsen a ser lo que es hoy, ahora quería ver todas sus derrotas.

Nos montamos en su coche y nos dirigimos hacia el norte. No sabía dónde exactamente, pero el ambiente se había vuelto algo tenso. Marek Jelinek ya no hablaba como solía hacerlo a pesar de ser un excelente conversador. Su rostro se tornó serio e, incluso, parecía irritado. El trayecto apenas duró diez minutos, pero se hizo eterno. Al bajarnos del coche, estábamos en una calle con la mayoría de las farolas apagadas. Sin embargo, había más luz de la habitual debido a unos focos que alumbraban la fachada de una casa. Era como cualquier otra del centro de la ciudad. Tenía el techo puntiagudo del mismo color café que las ventanas, varios balcones con adornos y parecía algo desgastada, como si hubiese sido maltratada durante siglos. Marek Jelinek me invitó a pasar primero y, al entrar, lo comprendí. Era la entrada directa que poseía la casa de uno de los magnates de Pilsen a los túneles que recorren toda la ciudad. Por lo visto, los túneles abarcan más de diez kilómetros, pero tan solo estaban abiertos al público unos ocho cientos metros de recorrido. Allí dentro, Marek Jelinek me contó cómo los habitantes de la ciudad, incluidos varios familiares suyos, tuvieron que esconderse allí por culpa de los constantes bombardeos que sufrieron en la Segunda Guerra Mundial. Los túneles eran muy angostos y en la mayoría no cabía una persona de estatura media completamente erguida. De hecho, Marek Jelinek tuvo dificultades para pasar a algunas zonas. Aparte de lo claustrofóbico del lugar, aquellas personas que se refugiaron tuvieron que hacerlo durante varias semanas debido a la invasión nazi y con unas condiciones de salubridad deplorables.

Tras esta visita, me llevó más al norte hacia la fábrica de una famosa marca de automóviles. Siendo ya las diez de la noche, la fábrica estaba cerrada, así que tan solo nos acercamos a la puerta y nos sentamos en el amplio escalón que da acceso a la entrada principal. Marek Jelinek sacó un cigarrillo y comenzó a fumar. Me extrañé ya que él detestaba el tabaco en la época que estuvimos compartiendo piso. Su rostro seguía serio, pero su tono de voz se había vuelto más afable y afectuoso.  Las luces de un semáforo cercano nos concedían una limitada, pero adecuada gama de colores para la noche oscura de Pilsen. Allí sentados, Marek Jelinek me narró lo que su madre le contaba de sus abuelos. En esa fábrica trabajó su abuelo hasta que le obligaron a combatir contra los nazis. Su abuela, al igual que muchas otras mujeres, sustituyeron a los hombres que fueron a la batalla. Y, cuando la ciudad fue tomada por los alemanes, mandaron a todos los judíos al campo de concentración de Terezín. Su abuela era judía, pero consiguió librarse de aquel infierno debido a su pasión por los idiomas y el buen manejo del alemán que mostró ante los oficiales nazis. Cuando acabó la guerra, su abuela decidió trasladarse al pueblo natal de Marek Jelinek, Myslinka. Sin embargo, el padre de Marek Jelinek volvería años más tarde a aquella fábrica en busca de empleo. Por lo visto, con la Unión Soviética no mejorarían las cosas. Su familia pasó hambre y por hambre se han sublevado pueblos enteros a lo largo de la historia, tal y como hizo el padre de Marek Jelinek en las numerosas protestas contra el régimen comunista que se dieron en la República Checa. En una de ellas, junto a la mayoría de los obreros de la fábrica, el padre Marek Jelinek fue arrestado y nunca más se volvió a saber de él. De pronto, Marek Jelinek apagó el cigarro y dijo: «Vámonos, tengo hambre».

Fuimos a un establecimiento donde se podía pedir comida para llevar a casa. Eso sí, Marek Jelinek no estaba dispuesto a ir a cualquier sitio, fuimos a pedir a un lugar donde ponían comida tradicional checa. En concreto, pedimos un sabroso plato de ternera asada con salsa de nata y dumplings. Nos lo comimos en su casa y ya con un ambiente menos nostálgico. Sin embargo, entendí que era el momento idóneo para preguntarle sobre la pistola. A lo que me respondió resignado, levantándose de la mesa:

—Creo que anoche fui demasiado descarado intentando ocultarla —dijo mientras se estiraba para alcanzarla—. Se trata de una pistola automática Stechkin.
—¿Y qué haces con eso en casa? ¿Estás metido en algún lío? —pregunté alarmado.
—No te preocupes, no estoy metido en ningún lío —contestó tirándome la pistola encima—. Tranquilo, está descargada.

Marek Jelinek agarró el séptimo libro de «En busca del tiempo perdido» de Proust. Lo abrió y sacó de ahí el cargador de la pistola. El libro estaba hueco. Me arrebató la pistola de entre las manos y cargó el arma en lo que dura un pestañeo y me la volvió a tirar. Si antes me asusté, en ese momento se me salió el corazón por la boca. Él rió y me dijo que era un recuerdo de su padre. Se la dio en una de las últimas protestas antes de que lo aprehendiesen y le enseñó a cargarla y descargarla. Desde que su padre desapareció, cargaba y descargaba el arma repetidas veces para tranquilizarse. El sonido mecánico del cerrojo lo sosegaba y, al acompasarlo con su respiración, lograba calmarse en los momentos en los que los nervios le traicionaban. Marek Jelinek se acercó a mí y, en mis manos, le sacó el cargador y me lo dio para que lo viese. Tenía tan solo dos balas. Tembloroso le pregunté:

—¿De verdad que has disparado?
—No, nunca he disparado a nada ni nadie —respondió riendo.
—Entonces, ¿dónde están las otras balas?
—Mi padre me decía que nunca había que hacer daño a nadie, pero que en el mundo las personas no suelen respetar esto —contestó Marek Jelinek, recordando las palabras de su padre—. Decía mi padre que en estos tiempos difíciles había que hacerse respetar y que con dos balas era suficiente. Con la primera, disparas al cielo, a modo de advertencia. Si no disuades a la otra persona, con la segunda, disparas a la cabeza, pues no dudarán en matarte.

Me explicó Marek Jelinek que, por suerte, hay otras formas de hacerse respetar. Con su forma de ser, su esfuerzo y su trabajo diario se había ganado el respeto de sus amigos, su familia y su trabajo. Sin embargo, hubo una ocasión en la que sintió que la única manera de recuperar el respeto perdido era mediante aquello que le regaló su padre. Titubeó antes de contarme el motivo e, incluso, me pareció observar cómo se aguantaba las lágrimas. Tras una ligera pausa, concluyó su relato con la voz entrecortada y pronunciando estas palabras:

«Era jueves, llovía como nunca lo había hecho antes. Salí de la oficina después de un día difícil donde tuve que lidiar con varios clientes muy enfadados con algunas gestiones que hicimos. Llegué a casa y, al cerrar la puerta, escuché unos ruidos extraños procedentes de la habitación. Hacía ya bastantes meses que había empezado a vivir con mi pareja. Tras escuchar durante unos segundos, comprendí la situación. Fui corriendo al salón, cogí la pistola, el cargador y, cuando me dispuse a abrir la puerta del dormitorio, cargué el arma. Como bien te dije antes, nunca he disparado a nadie y esa vez tampoco lo hice. Aunque te juro que no me faltaron ganas de hacerlo. En vez de eso, respiré profundamente y me fui de nuevo al salón. Aquí, en este mismo sillón, cargaba y descargaba la pistola, buscando el aire que me faltaba en aquel momento. Sobre la mesa vi su paquete de tabaco y comencé a fumar. El primer cigarro en toda mi vida. No podía respirar mientras escuchaba sus gemidos de fondo. Me esperé a que terminaran y escondí el arma. Ella me encontró aquí en el salón, fumando y temblando. Me pidió perdón, me dijo que había sido un error, que no lo volvería hacer. Me suplicó, me imploró, me zarandeó incluso para que, al menos, la mirase. Yo solo le dije que le daba media hora para que guardase sus cosas y se fuera. Tras varios minutos, comprendió que iba en serio y decidió ponerse a recoger. Para entonces, su amante ya se había largado. No tuvo ni siquiera el valor de mirarme a la cara. Ella vino en un mar de lágrimas a despedirse. Intentó besarme, pero no lo permití. Se despidió y tuvo la desfachatez y la impudicia de decir «te quiero» antes de cerrar la puerta. No me moví del sitio hasta que me acabé los siete cigarrillos que le quedaban al paquete de tabaco. Desde entonces, cada vez que rememoro un momento doloroso de mi vida, no lloro, me dedico a fumar con el único fin de recordar este sabor y este olor a tabaco que tanto odio».

A los tres días, ya estaba de vuelta en mi pueblo. Recuerdo cómo en la estación, ya acomodado en el tren, pude ver, desde mi ventanilla, a Marek Jelinek arrugando el paquete de tabaco y tirándolo al suelo con rabia. Aquella noche en la que me contó lo de su expareja no paró de fumar. Se le notaba inquieto y tenso a pesar de estar bebiendo cervezas y riendo, tratando de olvidar aquella derrota. Desde entonces, no sé nada de Marek Jelinek, pero estoy tranquilo. Sé que le irá bien, conozco a dónde llevan estos derroteros de dolor y aflicción. Y si no consigue rehacerse, siempre tendrá la pistola de su padre: primero un disparo al cielo y, luego, un disparo en la sien y ya no habrá más derrotas.