El alba sorprendió a María en mitad de su fotografía circumpolar, alarmándola debido a que en apenas dos horas tenía que estar en el trabajo. Había una hora en coche hasta la ciudad. Se le había echado el tiempo encima y no le daba lugar a pasar por su casa. Así que recogió la cámara, el trípode, el telescopio y fue en busca de un bar donde poder tomar una gran cantidad de café para soportar el día. Mientras estaba en el trabajo, atendiendo las llamadas de clientes malhumorados y preocupados debido a la situación de sus respectivos pleitos, ella no paraba de lamentarse por no haber dejado para otra noche aquella startrail en el momento en el que se dio cuenta de que una nube se había infiltrado en el encuadre de la foto, desbaratando toda una noche de paciencia.
María había estudiado Derecho y ejercía la profesión que su padre siempre había querido que hiciera: abogacía. Desde el principio, había encontrado trabajo como becaria en uno de los despachos de abogados más importantes del país, aunque, después de casi veinte años, su posición en el despacho había mejorado drásticamente, siendo una de las empleadas que más cobraba. Aún así y a pesar de su aventajada posición en el trabajo, María era una persona muy cercana y, a la mínima, te contaba una de sus intimidades que prácticamente ya eran de dominio público. Desde pequeña, ella perseguía un sueño. Y es que, con apenas ocho años, ella había leído y estudiado todos los libros sobre astronomía que caían en sus manos. En fechas señaladas, ella solo quería más y más libros sobre la materia. Sin duda, este planeta, la Tierra, se le quedaba pequeño. Ella soñaba con otros mundos, otras galaxias y viajes interestelares. Con doce años le regalaron su primer telescopio con el cual se subía al tejado de su casa a observar la luna y las estrellas más brillantes, descubriendo que algunas de aquellas luces que brillaban con más intensidad no eran estrellas, sino planetas. Así fue como descubrió Venus y Marte. A pesar de quedarse maravillada al ver con sus propios ojos aquellos dos planetas, hubo un cuerpo celeste que realmente le fascinó: el cometa Halley. Sí, María tuvo la fortuna de ver el cometa Halley en 1986 con su telescopio nuevo y, se podría decir que, aquel perihelio marcó para siempre su vida.
Después de aquel encuentro, ella quiso ser astronauta o, al menos, astrónoma. Sin embargo, su padre, un ferviente religioso y fiscal con un gran reconocimiento, no permitiría que eso sucediera y consiguió, para su orgullo, que María se graduara en Derecho. Pese a aquella influencia que su padre realizaba sobre su hija, ella no pudo escapar de la fuerza gravitacional que los cuerpos celestes ejercían sobre ella. Y es que, poco a poco y para incomodidad de su padre, aquel hobbie se estaba convirtiendo en una pasión ardiente. Dejaron de regalarle libros y le prohibieron sus salidas a la montaña. Incluso llegaron a esconderle el telescopio para que se centrara en los estudios. Pese a ello, no pudieron evitar que siguiera haciendo aquello que amaba y se las ingeniaba para escapar de su confinamiento e ir a ver las estrellas, aunque fuese sin telescopio. De esta forma, aprendió a identificar de un simple vistazo las distintas constelaciones, incluso en las noches de plenilunio. Según sus padres, aquella obsesión acabaría por traer consecuencias perjudiciales y buscaban cualquier evasiva para prohibirle practicar aquel inocente hobbie. Aquella práctica de los padres acabó resultando contraproducente, pues observaban cómo su hija miraba apasionadamente el cielo nocturno y se daban cuenta de que, pese a sus esfuerzos de contenerla y encerrarla en la realidad, ella se fugaba a otros sistemas solares. Y es que ella seguía soñando con otros mundos. Con los años, todo esto provocó que se distanciaran de su hija. Su padre, orgulloso de los méritos que su hija iba cosechando a lo largo de su vida, tuvo que pagar un precio muy alto: no poder compartir esa alegría con ella. Las discusiones llegaron a tal punto que las distancias entre María y sus padres podían medirse en años luz.
Volviendo a aquella larga y monótona jornada de trabajo, María no paraba de pensar en intentar de nuevo su foto circumpolar. Además, esa noche se daban todas las circunstancias ideales para observar las lunas de Saturno. Razón de más para volver a hacer una de sus escapadas a la montaña. Aún así, María necesitaba descansar. El efecto rebote de beber tanto café le estaba pasando factura y las náuseas le impedían hacer cualquier movimiento abrupto. Por ello, se tomó su tiempo para preparar todo antes de dormir algunas horas: la cámara, el trípode, el intervalómetro para poder hacer las fotos automáticamente, varias baterías de la cámara y, por supuesto, su telescopio para observar el firmamento mientras la cámara hacía su trabajo.
Pasadas las dos de la madrugada, sonó su alarma, recogió todo y puso rumbo a su lugar favorito de la montaña: un claro en mitad de un bosque de pinos a bastante altura donde, en horas cercanas al amanecer, se podía ver cómo la niebla inundaba la ciudad. Sin duda, un lugar perfecto para practicar la astronomía. Una vez allí y con todo colocado en su sitio, comenzó a buscar el planeta de Saturno, que se debería encontrar cerca de la constelación de Andrómeda. Cuando se había ubicado en el firmamento, comenzó a extrañarse, pues lo que veía no se correspondía con aquello que debería ver. Allí, en aquel espacio del cielo nocturno reservado para la constelación de Andrómeda y donde debería poder verse el majestuoso planeta de Saturno con sus anillos, había una extraña luz que le resultaba familiar, pero que no debería estar ahí. De pronto, la piel se le erizó y un escalofrío recorrió su espalda, haciendo que María se estremeciera por completo. Aquello que estaba viendo era un cometa. Habían pasado treinta años desde que observó por primera vez un cometa: el cometa Halley, pero era imposible que fuera él puesto que aún quedaban años para que llegase a su punto más alejado del Sol. Ella se quedó observándolo un buen rato hasta que cayó en la cuenta de que podría estar ante un cuerpo celeste sin descubrir. Temblorosa, sacó su teléfono móvil y llamó al observatorio. Nadie lo cogió. Volvió a llamar de nuevo y una voz adormilada contestó:
—Observatorio Astronómico Nacional, ¿en qué puedo ayudarle?
María le explicó la situación y le reveló la localización exacta en el firmamento de aquel cometa, a lo que el funcionario adormilado le respondió que en unos minutos la volvería a llamar puesto que antes debía hacer unas comprobaciones. Pasados veinte minutos, María recibió una llamaba desde el observatorio donde aquel adormilado funcionario ya parecía algo más entusiasmado y le dijo:
—Enhorabuena, acaba de descubrir un nuevo cometa. Tiene derecho a elegir el nombre.
En estos casos, es habitual ponerle tu nombre o tu apellido, pero María no quería ningún reconocimiento. Así que, tras mucho pensar y mantener a aquel funcionario al teléfono, decidió ponerle el nombre de El Viajero.
Durante los días siguientes, la prensa se hizo eco de este hallazgo y numerosos científicos observaron y estudiaron a este cometa y sacaron a la luz algunos datos interesantes. Por ejemplo, debido a su trayectoria, se iba a poder observar durante siete meses en el firmamento y, en el punto más cercano a la Tierra, iba a poder ser contemplado a simple vista. Lo más curioso de todos los datos que se obtuvieron del cometa fue que el nombre inocente que María le puso no podría haber sido mejor. Dicho cometa, al parecer, provenía de la Nube de Oort y, por alguna extraña interacción gravitacional, sufrió un cambio de dirección drástico en su órbita, provocando que saliese disparado hacia el Sol. Aunque lo verdaderamente extraño no es el cambio de dirección en sí, sino la velocidad que el tirón gravitacional imprimió al cometa, consiguiendo que ni tan siquiera el Sol pudiera atraparlo y condenándolo a vagar eternamente por el espacio interestelar.
Aquellos meses en los que El Viajero visitó el Sistema Solar fueron unos meses de entusiasmo y satisfacción para María. Tanto, que llegó a reconciliar a sus padres con la astronomía y con nostalgia recordaban aquellas broncas en su adolescencia. En concreto, hubo una acalorada discusión que los tres rememoraron a la perfección. Dicha discusión fue el día en el que María, con quince años y sin el consentimiento de sus padres, se gastó todo su dinero en un telescopio nuevo para que no pudieran castigarla sin él. Las caras de sus padres al verla aparecer con semejante instrumento dijeron lo que no supieron expresar con sus palabras. Y es que sentían cómo no podían impedir que su hija realizara aquello que le apasionaba.
Llegada la última noche de aquellos siete meses en los cuales se podía observar aquel cometa, María decidió despedirse de él. Subió otra vez al lugar donde lo descubrió y se pasó toda la noche contemplando la belleza de aquel cuerpo celeste que, poco a poco, iba desvaneciéndose en el cielo nocturno. Su luz fue apagándose progresivamente hasta que finalmente desapareció por completo. En ese momento, una lágrima se precipitó por el abismo de sus ojos y, antes de que cayera a un abismo mayor, decidió recogerla. Se miró aquel dedo índice humedecido por la lágrima que acababa de recoger y comprendió algo que toda su vida había tenido frente a ella. Aquel cometa cumpliría todos los sueños que ella siempre había tenido: visitar otros planetas, otros sistemas solares, otras galaxias, otros mundos. Sin embargo, había descuidado otras cosas que, hoy en día, parecía haber recuperado con sus padres. En aquel punto de la noche, recibió una llamada. En esta ocasión no se trataba del observatorio. Era su madre. A su padre le había dado un infarto y, horas más tarde, fallecía en el hospital.
La gravedad es una fuerza absoluta del universo. Una fuerza débil, pero constante y que influye en todos los cuerpos celestes, provocando que se atraigan, sin remedio, unos a otros. Aquella visita del cometa Halley hacía treinta años provocó que María cayera en su fuerza gravitoria, apresándola y no dejándola escapar jamás.