«Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura».
Edgar Allan Poe.

sábado, 11 de agosto de 2018

El Viajero

El alba sorprendió a María en mitad de su fotografía circumpolar, alarmándola debido a que en apenas dos horas tenía que estar en el trabajo. Había una hora en coche hasta la ciudad. Se le había echado el tiempo encima y no le daba lugar a pasar por su casa. Así que recogió la cámara, el trípode, el telescopio y fue en busca de un bar donde poder tomar una gran cantidad de café para soportar el día. Mientras estaba en el trabajo, atendiendo las llamadas de clientes malhumorados y preocupados debido a la situación de sus respectivos pleitos, ella no paraba de lamentarse por no haber dejado para otra noche aquella startrail en el momento en el que se dio cuenta de que una nube se había infiltrado en el encuadre de la foto, desbaratando toda una noche de paciencia.

María había estudiado Derecho y ejercía la profesión que su padre siempre había querido que hiciera: abogacía. Desde el principio, había encontrado trabajo como becaria en uno de los despachos de abogados más importantes del país, aunque, después de casi veinte años, su posición en el despacho había mejorado drásticamente, siendo una de las empleadas que más cobraba. Aún así y a pesar de su aventajada posición en el trabajo, María era una persona muy cercana y, a la mínima, te contaba una de sus intimidades que prácticamente ya eran de dominio público. Desde pequeña, ella perseguía un sueño. Y es que, con apenas ocho años, ella había leído y estudiado todos los libros sobre astronomía que caían en sus manos. En fechas señaladas, ella solo quería más y más libros sobre la materia. Sin duda, este planeta, la Tierra, se le quedaba pequeño. Ella soñaba con otros mundos, otras galaxias y viajes interestelares. Con doce años le regalaron su primer telescopio con el cual se subía al tejado de su casa a observar la luna y las estrellas más brillantes, descubriendo que algunas de aquellas luces que brillaban con más intensidad no eran estrellas, sino planetas. Así fue como descubrió Venus y Marte. A pesar de quedarse maravillada al ver con sus propios ojos aquellos dos planetas, hubo un cuerpo celeste que realmente le fascinó: el cometa Halley. Sí, María tuvo la fortuna de ver el cometa Halley en 1986 con su telescopio nuevo y, se podría decir que, aquel perihelio marcó para siempre su vida.

Después de aquel encuentro, ella quiso ser astronauta o, al menos, astrónoma. Sin embargo, su padre, un ferviente religioso y fiscal con un gran reconocimiento, no permitiría que eso sucediera y consiguió, para su orgullo, que María se graduara en Derecho. Pese a aquella influencia que su padre realizaba sobre su hija, ella no pudo escapar de la fuerza gravitacional que los cuerpos celestes ejercían sobre ella. Y es que, poco a poco y para incomodidad de su padre, aquel hobbie se estaba convirtiendo en una pasión ardiente. Dejaron de regalarle libros y le prohibieron sus salidas a la montaña. Incluso llegaron a esconderle el telescopio para que se centrara en los estudios. Pese a ello, no pudieron evitar que siguiera haciendo aquello que amaba y se las ingeniaba para escapar de su confinamiento e ir a ver las estrellas, aunque fuese sin telescopio. De esta forma, aprendió a identificar de un simple vistazo las distintas constelaciones, incluso en las noches de plenilunio. Según sus padres, aquella obsesión acabaría por traer consecuencias perjudiciales y buscaban cualquier evasiva para prohibirle practicar aquel inocente hobbie. Aquella práctica de los padres acabó resultando contraproducente, pues observaban cómo su hija miraba apasionadamente el cielo nocturno y se daban cuenta de que, pese a sus esfuerzos de contenerla y encerrarla en la realidad, ella se fugaba a otros sistemas solares. Y es que ella seguía soñando con otros mundos. Con los años, todo esto provocó que se distanciaran de su hija. Su padre, orgulloso de los méritos que su hija iba cosechando a lo largo de su vida, tuvo que pagar un precio muy alto: no poder compartir esa alegría con ella. Las discusiones llegaron a tal punto que las distancias entre María y sus padres podían medirse en años luz.

Volviendo a aquella larga y monótona jornada de trabajo, María no paraba de pensar en intentar de nuevo su foto circumpolar. Además, esa noche se daban todas las circunstancias ideales para observar las lunas de Saturno. Razón de más para volver a hacer una de sus escapadas a la montaña. Aún así, María necesitaba descansar. El efecto rebote de beber tanto café le estaba pasando factura y las náuseas le impedían hacer cualquier movimiento abrupto. Por ello, se tomó su tiempo para preparar todo antes de dormir algunas horas: la cámara, el trípode, el intervalómetro para poder hacer las fotos automáticamente, varias baterías de la cámara y, por supuesto, su telescopio para observar el firmamento mientras la cámara hacía su trabajo.

Pasadas las dos de la madrugada, sonó su alarma, recogió todo y puso rumbo a su lugar favorito de la montaña: un claro en mitad de un bosque de pinos a bastante altura donde, en horas cercanas al amanecer, se podía ver cómo la niebla inundaba la ciudad. Sin duda, un lugar perfecto para practicar la astronomía. Una vez allí y con todo colocado en su sitio, comenzó a buscar el planeta de Saturno, que se debería encontrar cerca de la constelación de Andrómeda. Cuando se había ubicado en el firmamento, comenzó a extrañarse, pues lo que veía no se correspondía con aquello que debería ver. Allí, en aquel espacio del cielo nocturno reservado para la constelación de Andrómeda y donde debería poder verse el majestuoso planeta de Saturno con sus anillos, había una extraña luz que le resultaba familiar, pero que no debería estar ahí. De pronto, la piel se le erizó y un escalofrío recorrió su espalda, haciendo que María se estremeciera por completo. Aquello que estaba viendo era un cometa. Habían pasado treinta años desde que observó por primera vez un cometa: el cometa Halley, pero era imposible que fuera él puesto que aún quedaban años para que llegase a su punto más alejado del Sol. Ella se quedó observándolo un buen rato hasta que cayó en la cuenta de que podría estar ante un cuerpo celeste sin descubrir. Temblorosa, sacó su teléfono móvil y llamó al observatorio. Nadie lo cogió. Volvió a llamar de nuevo y una voz adormilada contestó:

—Observatorio Astronómico Nacional, ¿en qué puedo ayudarle?

María le explicó la situación y le reveló la localización exacta en el firmamento de aquel cometa, a lo que el funcionario adormilado le respondió que en unos minutos la volvería a llamar puesto que antes debía hacer unas comprobaciones. Pasados veinte minutos, María recibió una llamaba desde el observatorio donde aquel adormilado funcionario ya parecía algo más entusiasmado y le dijo:

—Enhorabuena, acaba de descubrir un nuevo cometa. Tiene derecho a elegir el nombre.

En estos casos, es habitual ponerle tu nombre o tu apellido, pero María no quería ningún reconocimiento. Así que, tras mucho pensar y mantener a aquel funcionario al teléfono, decidió ponerle el nombre de El Viajero.

Durante los días siguientes, la prensa se hizo eco de este hallazgo y numerosos científicos observaron y estudiaron a este cometa y sacaron a la luz algunos datos interesantes. Por ejemplo, debido a su trayectoria, se iba a poder observar durante siete meses en el firmamento y, en el punto más cercano a la Tierra, iba a poder ser contemplado a simple vista. Lo más curioso de todos los datos que se obtuvieron del cometa fue que el nombre inocente que María le puso no podría haber sido mejor. Dicho cometa, al parecer, provenía de la Nube de Oort y, por alguna extraña interacción gravitacional, sufrió un cambio de dirección drástico en su órbita, provocando que saliese disparado hacia el Sol. Aunque lo verdaderamente extraño no es el cambio de dirección en sí, sino la velocidad que el tirón gravitacional imprimió al cometa, consiguiendo que ni tan siquiera el Sol pudiera atraparlo y condenándolo a vagar eternamente por el espacio interestelar.

Aquellos meses en los que El Viajero visitó el Sistema Solar fueron unos meses de entusiasmo y satisfacción para María. Tanto, que llegó a reconciliar a sus padres con la astronomía y con nostalgia recordaban aquellas broncas en su adolescencia. En concreto, hubo una acalorada discusión que los tres rememoraron a la perfección. Dicha discusión fue el día en el que María, con quince años y sin el consentimiento de sus padres, se gastó todo su dinero en un telescopio nuevo para que no pudieran castigarla sin él. Las caras de sus padres al verla aparecer con semejante instrumento dijeron lo que no supieron expresar con sus palabras. Y es que sentían cómo no podían impedir que su hija realizara aquello que le apasionaba.

Llegada la última noche de aquellos siete meses en los cuales se podía observar aquel cometa, María decidió despedirse de él. Subió otra vez al lugar donde lo descubrió y se pasó toda la noche contemplando la belleza de aquel cuerpo celeste que, poco a poco, iba desvaneciéndose en el cielo nocturno. Su luz fue apagándose progresivamente hasta que finalmente desapareció por completo. En ese momento, una lágrima se precipitó por el abismo de sus ojos y, antes de que cayera a un abismo mayor, decidió recogerla. Se miró aquel dedo índice humedecido por la lágrima que acababa de recoger y comprendió algo que toda su vida había tenido frente a ella. Aquel cometa cumpliría todos los sueños que ella siempre había tenido: visitar otros planetas, otros sistemas solares, otras galaxias, otros mundos. Sin embargo, había descuidado otras cosas que, hoy en día, parecía haber recuperado con sus padres. En aquel punto de la noche, recibió una llamada. En esta ocasión no se trataba del observatorio. Era su madre. A su padre le había dado un infarto y, horas más tarde, fallecía en el hospital.

La gravedad es una fuerza absoluta del universo. Una fuerza débil, pero constante y que influye en todos los cuerpos celestes, provocando que se atraigan, sin remedio, unos a otros. Aquella visita del cometa Halley hacía treinta años provocó que María cayera en su fuerza gravitoria, apresándola y no dejándola escapar jamás.

jueves, 2 de agosto de 2018

La pesadilla de Iván Fiódorovich

En mitad de aquella noche, él comenzó a leer extractos de libros que ya había leído con anterioridad, evocando sentimientos que ya había sentido antes y volviendo a aquellos días, que no fueron mejores, pero que, aún hoy, sigue añorando con una distante nostalgia. Fue pasando, uno a uno, por sus autores favoritos hasta dar con el siguiente fragmento:

"Al llegar a su casa se detuvo, haciéndose una inesperada pregunta: «¿Y si fuera ahora mismo a ver al fiscal y se lo contase?» La pregunta la decidió volviéndose de nuevo hacia la puerta: «¡Mañana se resolverá todo junto!», murmuró hacia sus adentros y, cosa extraña, casi toda su alegría y toda su satisfacción desaparecieron al instante. Al entrar en su cuarto, algo glacial le rozó el corazón, algo así como un recuerdo, o mejor dicho, algo que le recordaba cierta cosa dolorosa y repelente que se encontraba en este cuarto ahora, en aquellos momentos, y que ya estuvo antes. Se dejó caer rendido en el diván. La vieja le trajo el samovar, él preparó el té, pero no llegó a tocarlo; mandó a la vieja a dormir. La cabeza le daba vueltas. Se sentía enfermo y sin fuerzas. Llegó a quedarse amodorrado, pero, presa de gran inquietud, se puso en pie y empezó a dar paseos por la habitación para ahuyentar el sueño. En ocasiones le parecía que estaba delirando. Pero no era la enfermedad lo que más le preocupaba; volvió a sentarse y empezó a mirar alrededor, como buscando algo. Así hizo varias veces. Finalmente, su mirada se clavó en un punto concreto. Iván dejó ver una sonrisa irónica, aunque el carmín de la cólera cubrió sus mejillas. Estuvo largo rato sentado en el diván, apretándose con ambas manos la cabeza, pero mirando de reojo al punto de antes, que se encontraba en la pared de enfrente. Algo había allí que le irritaba, algo que le producía inquietud y sufrimiento".

Llegados a este punto, nuestro protagonista cerró el libro y comenzó a escribir. Escribía y escribía sin parar, pero nada le resultaba adecuado. Mantenía un intenso debate, tal y como haría Iván Fiódorovich, justo a continuación de aquella página, con aquello que le producía tanta inquietud y sufrimiento. Al cabo de algunas horas cesó en su empeño y leyó todo aquello que había escrito. Todo le resultaba familiar. Todo lo había leído antes en otros escritos propios. De alguna u otra forma, siempre acababa escribiendo la misma historia donde escondía sus sentimientos y los aderezaba con las palabras que pronunciaban sus escritores favoritos.

En este momento de la noche, nuestro protagonista comenzó a mirar de reojo la ventana, tal y como Iván miraba hacia aquel punto en la pared desde su diván. La lluvia, como solía acostumbrar, volvía a golpear levemente su ventana, rompiendo la noche. Ella siempre en el momento oportuno y, este narrador quiere pensar, siempre ingenua de las calamidades que, en mayor o menor medida, aquella lluvia podía llegar a provocar.

No soy médico, pero siento llegado el momento en que me es absolutamente necesario explicar al lector algo de la enfermedad de Iván Fiódorovich y de nuestro protagonista. Anticipándome a los hechos, me limitaré a decir una cosa: precisamente entonces, aquella noche, ambos se encontraban en vísperas del delirium tremens que acabó por apoderarse de sus organismos quebrantados desde hacía mucho, pero que resistían tenazmente la enfermedad. Profano como soy en medicina, me arriesgo a exponer la hipótesis de que nuestro protagonista no sufría de delirium tremens, propiamente dicho, pero sí que sufría un tipo de síndrome de abstinencia que, igualmente y de no ser tratado, produce alucinaciones y, en casos fatales, la muerte. Nuestro protagonista llevaba visitando médicos especializados desde hacía varios meses, pero ninguno conseguía realizar el diagnóstico correcto. Así, llegado este día, nuestro protagonista había conseguido, a base de fuerza de voluntad, alargar esta última fase, donde aún podía mantener la cordura, que culminaba con el fatídico delirium tremens.

De pronto resultó que allí, en la ventana, se encontraba un hombre de facciones finas y ojos profundos que le mantenía la mirada a nuestro protagonista en silencio. Dios sabe cómo pudo entrar en la habitación si nuestro protagonista, al llegar al cuarto, se aseguró de cerrar tanto la puerta como la ventana. Aquel hombre llevaba un traje oscuro y elegante, de muy buen corte, pero ya pasado de moda. Rondaba los cincuenta años, pero parecía mantenerse en buena forma a pesar de las arrugas de expresión y las canas que empezaban a asomarse. Tras unos segundos en silencio, el hombre arrugó la frente en un gesto de preocupación y dijo:

—Escucha. Tenemos que hablar seriamente. ¿Acaso no buscas acabar con esta situación?
—Escucha, dices —repitió nuestro protagonista—. ¿Acaso no soy yo el que está hablando y preguntándome a mí mismo lo que deseo solucionar?
—Me alegra ver que nos podemos tutear —dijo él con ironía—, es un buen comienzo.
—No, no es ningún comienzo —dijo nuestro protagonista levantándose del escritorio—. Ahora mismo voy a por una toalla, la mojaré en agua fría, me la pondré en la cabeza y, cuando vuelva, seguro que te habrás desvanecido, como la otra vez.

Sin embargo, y para su sorpresa, a la vuelta aquel hombre no solo seguía allí, sino que se había acomodado en el rincón de la ventana y se había encendido un cigarro, teniendo la decencia de expulsar el humo hacia afuera. Al entrar en la habitación y ver de nuevo aquella escena, él se sorprendió como si no lo hubiese visto antes y el hombre, viendo que estaba de nuevo en el cuarto, le dijo:

—Disculpa, ¿te importa si fumo?
—Ya estás fumando, así que ¿qué importa? —respondió nuestro protagonista con cierto desdén.
—Así que ya reconoces que de verdad estoy aquí, ¿no es así?
—¡Cállate! —gritó nuestro protagonista irritado ante aquel tono burlesco— ¿Quién te crees que eres sino mis ideas y pensamientos con otro rostro? Ni siquiera puedes decirme nada que no sepa.
—Qué encantador. Satanas sum et nihil humanum a me alienum puto.
—¿Perdón? Satanas sum et... Vale —reconoció nuestro protagonista cogiendo aire y exhalándolo lentamente—, esto me ha sorprendido. Aún así, he de decirte que no te temo y que ya puedes marcharte por donde has venido.
—¿Marcharme? Pero si ahora empieza lo divertido.

Tras esto, nuestro protagonista sintió un escalofrío recorrer toda su espalda. Aquel hombre gesticulaba con mesura y sin realizar movimientos innecesarios. Su comedimiento a la hora de hablar daba la sensación de que había vivido rodeado de cenas y ceremonias de la alta sociedad y, sin duda, era bien recibido en los salones de las mejores familias. Con dicha moderación, fue tratando los temas que incomodaban a nuestro protagonista. Fue sacando todos y cada uno de los símbolos que usaba en sus escritos y fue destripándolos delante de él, desnudándolo, poco a poco, como si de un acto sexual se tratase. Llegados a altas horas de la madrugada, casi el momento en que amanecía, él le dijo, jactándose de ello:

—Jamás podrás escribir sobre otra como escribes sobre la lluvia.

Al escuchar estas palabras, nuestro protagonista, rabioso y colérico, agarró el vaso que tenía en su escritorio y se lo lanzó con violencia. El vaso impactó en la pared, estallando en mil pedazos y golpeando con las esquirlas a aquel invitado indeseado. De pronto, alguien llamó a la puerta. Aunque, más bien, la aporreaba con violencia. Era el hermano de nuestro protagonista que había venido preocupado por su enfermedad. Al abrirle, pudo comprobar que estaba de nuevo solo en la habitación y el vaso, que hacía escasos segundos había explotado contra la pared, se encontraba intacto en la mesa de su escritorio. Tras hablar con su hermano y tranquilizarlo diciéndole que se encontraba bien, se despidieron. Sin embargo, al volver al escritorio su cara se descompuso. En la última página en la que estuvo escribiendo horas antes había una frase nueva. Una frase con una caligrafía distinta a la que él usaba. Una caligrafía mucho más fina y cuidada, escrita celosamente en la que se podía leer:

"¿Puede un Karamázov arder con semejante pasión eternamente?".